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domingo, 24 de abril de 2016

ACUSACIÓN, DEFENSA, CONDENA Y MUERTE DE SÓCRATES

En Grecia era costumbre que los imputados, sean éstos cultos o analfabetos, debían defenderse solos y cuando no se sentían en condiciones óptimas tenían la posibilidad de ser auxiliados por un Logógrafo.

El jurado en tiempos de Sócrates era seleccionado al azar. La justicia ateniense se caracterizaba porque debía ser rogada, si un hecho por muy simple o grave que fuera no era denunciado por el perjudicado no se juzgaba, el juez no podía actuar de oficio como lo haría actualmente. Los juicios se celebraban en una sola sesión y no cabía apelación posible del fallo del tribunal.

La autoridad judicial se ostentaba por delegación de la Ecclesia (asamblea de todos los ciudadanos) que elegía anualmente a los nueve arcontes encargados de presidir los tribunales y de dar las instrucciones sobre los asuntos judiciales a ser tratados.

Los jueces arcontes por sorteo nombraban a los seis mil heleutas (miembros del jurado), elección que se efectuaba entre los ciudadanos mayores de treinta años que no estuvieran privados de sus derechos (amimia), a fin de que no se pudiera conocer previamente a las personas que integrarían el tribunal.

De los seis mil, sólo quinientos eran elegidos. En la sala, desde la tribuna más elevada (bema) el magistrado arconte con su secretario, presidía la sesión. En el estrado más bajo se colocaban a derecha e izquierda los litigantes. Los jurados heliastas se sentaban en unos bancos cubiertos con esterillas de junco y la zona del público estaba separada por una cuerda.

Hablaba primero el demandante y luego el demandado, controlado por un reloj de agua (clepsidra) que tenía una capacidad máxima de treinta y nueve litros de agua y que se llenaba durante cuarenta minutos.

Para evitar denuncias falsas, que conllevaba la absolución del acusado, se condenaba al denunciante al pago de una multa o incluso a la pérdida de los derechos de ciudadano (atimia).

LA ACUSACIÓN

En el año 399 antes de Cristo, por primera vez Sócrates comparece ante un tribunal de justicia, acusado de una serie de delitos. Al final, luego de una ejemplar autodefensa ante los tribunales, no quiso pedir disculpas ni que le conmutaran la pena porque estaba convencido que no había obrado mal. Y murió en cumplimiento de los dictados de su propia conciencia y en acatamiento a la ley.

Posiblemente los atenienses no lograron entender bien a Sócrates, ora por su gran erudición, sea por el proceso de reforma que propugnaba. Antes bien lo consideraron como un personaje perturbador de la vida pública y de la tradición y no dudaron en desprenderse de él por cualquier medio posible, recurriendo a la calumnia y difamación en todo momento. Sócrates fue víctima de un injustificable error y de una injusticia irreparable.

La población ateniense no veía con buenos ojos a Sócrates deambular por las calles de la ciudad todos los días, más aún cuando la juventud se acercaba hacia él en busca de consulta o de respuesta a diversos tipos de problemas, admirado por la mayoría de la población juvenil pronto se granjeó una serie de enemigos, con o sin razón.

“La irritación causada por Sócrates en muchos hombres de su tiempo dice Ferrater Mora- podía ser debida a que veían en él al destructor de ciertas creencias tradicionales. Pero se debió sobre todo a que Sócrates intervenía en aquella zona donde los hombres más se resisten a la intervención: en su propia vida. Por medio de sus constantes interrogaciones Sócrates hacía surgir dondequiera lo que antes parecía no existir: un problema. De hecho, toda su obra se dirigió al descubrimiento de problemas más bien que a la busca de soluciones” (Diccionario de grandes filósofos, Tomo 2).

Sucede lo siguiente: Querefonte, uno de los compañeros de infancia de Sócrates, cierta vez partió para la ciudad de Delfos y tuvo el atrevimiento de preguntar al Oráculo de Delfos, a los dioses representados en estatuas, si había en el mundo un hombre más sabio que Sócrates, y la respuesta de la sacerdotisa Pitia que tenía por misión interceder entre el consultante griego y el dios Apolo- fue tajante: Sócrates es el hombre más sabio entre los hombres de Grecia antigua.

No contento con esta respuesta afirmativa, Sócrates sale en busca de la verdad. Dialoga con los hombres que se creían sabios, conversa con políticos, poetas que componen tragedias y poetas ditirámbicos, artistas, oradores y concluye que ninguno de ellos es sabio a decir verdad, pues mientras ellos creían saberlo todo aunque no sepan nada e ignoraban su propia ignorancia, Sócrates, no sabiendo nada, creía no saber: “Sólo sé que no sé nada”. Esta conclusión a la que llegó Sócrates no es recibido de buen agrado por la mayoría de sus interlocutores, razón por la cual poco a poco va haciéndose odioso y se va convirtiendo en un enemigo de los demás.

Dentro del templo existía una sacerdotisa denominada Pitia (proviene del término pitonisa) y que tenía por misión interceder entre el consultante griego y el dios Apolo.

La conclusión de Sócrates acerca del diálogo sostenido con los poetas es la siguiente:

“Conocí desde luego que no es la sabiduría la que guía a los poetas, sino ciertos movimientos de la naturaleza y un estado semejante al de los profetas y adivinos; que estos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen. Los poetas me parecieron estar en este caso…” (Platón, Apología de Sócrates).

Respecto a los artistas, Sócrates piensa que incurrían en el mismo defecto de los poetas, que a causa de sus extravagancias perdían todo el mérito de su habilidad.

Sócrates fue enjuiciado, acusado y sentenciado a beber la cicuta. En los últimos días de la existencia de Sócrates todos sus enemigos se juntaron contra él en una polis por demás corrompida, cuando nadie podía ya salvarla: políticos, músicos, poetas, artistas, oradores, autores de tragedias, estrategas, artesanos, etc.

Sócrates es llevado ante el Tribunal ateniense, a la edad de setenta años, acusado por Melito (representante de los poetas), Anito (representante de los artistas, magistrados del pueblo y políticos) y Licón (representante de los oradores).

LOS “DELITOS” DE SÓCRATES

Los propios adversarios de Sócrates jamás le imputaron la comisión de los delitos que se castigaban en aquél entonces con la pena de muerte como son el saqueo de templos, el robo con escalo, la esclavitud de un hombre libre y la traición al Estado.

Sócrates enfrentó a dos tipos de acusaciones: a) acusaciones antiguas; b) acusaciones recientes (Melito, Anito y Licón).

A las acusaciones antiguas Sócrates las temía en mayor medida, porque le acusaban persistentemente de mentiroso, desde hace muchos años y sin darle la cara, y le habían creado la mala fama en toda circunstancia y lugar, sin poder saber quiénes eran y cuántos eran; este tipo de acusaciones provenían de personas “movidos por envidias y que jugaban sucio”.

Amalgamando las acusaciones antiguas y recientes se concluye que Sócrates fue acusado en el 399 antes de Cristo por haber cometido, supuestamente, una serie de delitos, como los siguientes: Acción en contra de la religión e impiedad; actuación en contra de las leyes patrias; adormecimiento del alma y del cuerpo de sus oponentes; conversión en buena la peor causa; corrupción de la moral de la juventud, alejándola de los principios de la democracia; creación constante de dudas y dificultades en la población; decir que el sol es una piedra y la luna una tierra; dedicación a engañar a la gente por su facilidad de palabra o habilidad en el arte de hablar e indagación de los secretos celestiales y de escudriñar todas las subterráneas;

Asimismo, por introducir otros nuevos y falsos dioses bajo la denominación de demonios; intervenir en asuntos que no son de su competencia; negar la existencia de los dioses que la ciudad tiene recibidos; quebrantar las leyes; seducir o inducir con halagos a obrar mal; inducir a muchos para que actúen como él; ser enemigo de la ciudad; ser sofista y dedicarse a la enseñanza de su doctrina a cambio de una remuneración y ser una persona malvada e infame.

Por estas y otras razones fue condenado a muerte y a beber la cicuta. No obstante que tuvo la posibilidad de aceptar el destierro como pena alternativa, en cumplimiento de la ley, respetuoso de éste, lo rechazó y prefirió acatar el fallo de los jueces.

Frente a la serie de delitos que se le imputaban no bajó la cabeza en ningún momento y en ninguna circunstancia; recordó sí a Palamedes, que murió de manera muy semejante a la de él; se mostró confiado que el pasado y el futuro darán irrefutable testimonio de haber actuado con la verdad, el deseo de hacer el bien a sus semejantes. Expresó que desde su nacimiento está condenado a muerte por la naturaleza y por tanto no era necesario que sus amigos y discípulos dejaran caer sus lágrimas en una sociedad ateniense por demás minada material, espiritual y moralmente.

La acusación a Sócrates procede de dos vertientes: de sus antiguos enemigos y de sus tres acusadores que llevan los nombres de Melito, Anito (uno de los jefes del partido democrático, enemigo declarado de Sócrates por haber convencido éste al hijo de Anito de que no siguiera la profesión de su padre Anito, quien era un mal poeta) y Licón (un retórico).

Son expresiones de Critón las que siguen:

“…Mis bienes, que son los tuyos, son suficientes. Si alguna dificultad opones para aceptar mi ofrecimiento, hay aquí muchos extranjeros que ponen a tu disposición su hacienda. Y uno de ellos, Simias de Thelos, ha traído la suma suficiente; Cebes te ofrece lo mismo, y otros muchos también. No pierdas, pues, por ese temor la ocasión de salvarte…” (Platón, Diálogos).

Sócrates, presto en muchas oportunidades a oír los consejos de sus mejores discípulos cuando éstos se ceñían a las leyes, usos, tradiciones, costumbres y formas de vida de la época, escucha a Critón, en esta oportunidad, no de muy buen agrado, y la respuesta clara y precisa del maestro Sócrates no se dejó esperar: “Sócrates.- Luego no debemos, querido Critón, preocuparnos por lo que diga el pueblo, sino por lo que diga el único que conoce lo justo y lo injusto, y ese juez único es la verdad. Por donde verás que has establecido principio falso cuando has dicho al principio que debíamos hacer caso de la opinión del pueblo sobre lo justo, lo bueno, lo digno y sus opuestos. Acaso se me diga: el pueblo puede hacernos morir…Sócrates. Pero lo que nosotros, según nuestro principio, debemos considerar, es si hacemos una cosa justa dando dinero y quedando agradecidos a los que de aquí nos saquen, o si en esto ellos y nosotros cometemos alguna injusticia. Si la cometemos, no hay que razonar tanto; hay que morir aquí, o sufrirlo todo antes que obrar injustamente” (Platón, Diálogos).

Sócrates toma conciencia que al evadirse de la justicia perjudicaría a todos los ciudadanos atenienses, al Estado y a la misma autoridad de las leyes. Esta reflexión trata de analizarla con Critón en el párrafo siguiente: “Sócrates.- Veamos si así lo entiendes mejor. Si llegado el momento de nuestra fuga, o como quieras llamar a nuestra salida, las leyes de la República presentándose a nosotros, nos dijeran: “Sócrates ¿qué vas a hacer? Llevar tu proyecto a cabo, ¿no equivale a destruirnos completamente, en cuanto de ti depende, a nosotros, las leyes de la República, y a todo el Estado?... ¿Les diremos acaso que la República ha sido injusta y no nos ha juzgado bien? ¿Es eso lo que les responderemos? Critón.- Sí, Sócrates; eso será lo que les digamos.” (Platón, Diálogos).

Sócrates se imagina un diálogo entre él y las leyes, cuando, por una parte, las leyes que aseguran la existencia de la ciudad, le han asegurado su propia existencia, toda una vida intelectual, activa y productiva y que, por tanto, no sería bien que falte al pacto contraído con el pueblo de ser respetuoso de las leyes: “Sócrates.- …Si mueres, serás víctima de la injusticia, no de las leyes, sino de los hombres; y si de aquí sales vergonzosamente, volviendo injusticia por injusticia y mal por mal, faltarás al pacto que con nosotros te obliga y perjudicarás a muchos que de ti no debían esperarlo y a ti mismo, a nosotros, y a tus amigos y a su patria.”

Reflexiona, asimismo, que en cuanto pretenda franquear el umbral de la prisión, las leyes se levantarían contra él para hacerle recordar cuánto les debe desde el día de su nacimiento. Por tanto, termina Sócrates diciéndole a Critón: “Dejémoslo, pues, amado Critón, y sigamos el camino por donde el Dios nos conduce” (Platón, Diálogos).

LA DEFENSA DE SÓCRATES

Durante el tiempo de su defensa, Sócrates desenmascaró a sus detractores y denunciantes y lo hizo en forma serena, pausada, firme, con hechos y esgrimiendo argumentos contundentes y no con palabras rebuscadas, menos aún con frases redondeadas ni bellos discursos.

Sócrates manifestó en la autodefensa que sus acusadores no han dicho una sola palabra que sea verdad, nada han dicho que no sea falso, han dado de él muy malas noticias y que han sembrado falsos rumores (Platón, Apología de Sócrates) y que se enfrentaba a una serie de “calumnias envejecidas” que echaron “profundas raíces”.

También refirió que no le fue permitido conocer ni nombrar a sus acusadores, a excepción de un cierto autor de comedias y que las falsedades difundidas sobre su persona se debían a “envidia o malicia”. Empezó su defensa enfatizando: “Venga lo que los dioses quieran, es preciso obedecer a la ley y defenderse”.

Sócrates se defiende manifestando en todo momento que siempre dice la verdad y que la reputación adquirida se originó en una cierta sabiduría que existía en él y que para el efecto ofrecía por testigo de tal sabiduría al mismo Dios de Delfos, quien diría si la tiene y en qué consiste.

Querefón, compañero de infancia de Sócrates y que fue desterrado junto con muchos atenienses, preguntó un día al oráculo de Delfos si había en el mundo un hombre más libre, más justo y sabio que Sócrates, y la Ptythia le respondió, que no había ninguno, y que Sócrates era el hombre más libre, más justo y sabio entre todos los hombres de la Grecia antigua. Sócrates reflexionando sobre la respuesta dijo que en él no existía “semejante sabiduría, ni pequeña ni grande”, pues no se cansaba de difundir la expresión “Sólo sé que nada sé”. Después de filosofar sobre si optaba por ser tal como es y sin la habilidad y la ignorancia de esas gentes, o bien “tener la una y la otra y ser como ellos”, se respondió a sí mismo y al oráculo: “que era mejor para mí ser como soy”.

Luego de dudar largo tiempo por fin se dispone a comprobar la veracidad de lo expresado por el oráculo, convencido que la divinidad no miente. Dialoga con un ciudadano que pasaba por uno de los más sabios de la ciudad, que todo el mundo le creía sabio, que él mismo se tenía por tal y que era uno de los grandes políticos. Concluye que en realidad no lo era y se esfuerza en hacerle ver que de ninguna manera era lo que él creía ser y que había una diferencia entre el político y él: que el político “cree saberlo aunque no sepa nada”, en cambio Sócrates “no sabiendo nada, cree no saber” y en esto, decía, “era más sabio, porque no creía saber lo que no sabía”. Esto no le cayó bien al político y lo tomó como a su enemigo.

Se fue a casa de otro que se le tenía por más sabio que el anterior y se encontró con lo mismo, granjeándose nuevos enemigos. Sin desánimo alguno, va en busca de otros, de puerta en puerta, prefiriendo a todas las cosas la voz del dios y se encuentra con la misma sorpresa: “todos aquellos que pasaban por ser los más sabios, -decía- me parecieron no serlo, al paso que todos aquellos que no gozaban de esta opinión, los encontré en mucha mejor disposición para serlo”.

Posteriormente, busca a los poetas trágicos, ditirámbicos y otros, pensando encontrarse más ignorante que ellos. Examina a las mejores obras de estos poetas, les pregunta lo que significan y cuál era su objeto. Sócrates al respecto confiesa la verdad: “No hubo uno de todos los que estaban presentes, incluso los mismos autores, que supiese hablar ni dar razón de sus poemas… que todos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen”. Entonces, les deja persuadidos que él era “superior a ellos, por la misma razón que lo había sido respecto a los hombres políticos”.

Finalmente, Sócrates intercambia ideas con los artistas. Y en verdad, decía Sócrates, estos artistas sabían cosas que él ignoraba y en esto eran ellos más sabios que Sócrates. Pero los artistas más entendidos le parecieron a Sócrates incurrir en el mismo defecto que los poetas, encontrándoles a todos ellos que se creían muy capaces e instruidos en las más grandes cosas; y esta extravagancia quitaba todo el mérito a su habilidad.

Todas estas indagaciones que realizó Sócrates sobre la supuesta sabiduría de dichos ciudadanos (políticos, poetas y artistas) había originado una serie de odios y de enemistades peligrosas y que produjeron todas las calumnias que se sabía en el pueblo ateniense y que le han hecho adquirir el nombre de sabio; porque todos los que me escuchan creen que yo sé todas las cosas sobre las que descubro la ignorancia de los demás.

Ulteriormente, Sócrates redondea su pensamiento y afirma categóricamente que solamente Dios es el verdadero sabio:

“Me parece, atenienses, que sólo Dios es el verdadero sabio, y que esto ha querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha valido de mi nombre como un ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: “El más sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada”.

Convencido de todo lo expuesto, Sócrates continúa sus investigaciones, esta vez con extranjeros y acontece similar a lo anterior: que ninguno es sabio.

En su defensa Sócrates contraataca, respondiendo así: “Yo, atenienses, digo que el culpable es Melito, en cuanto, burlándose de las cosas serias, tiene la particular complacencia de arrastrar a otros ante el tribunal, queriendo figurar que se desvela mucho por cosas por las que jamás ha hecho ni el más pequeño sacrificio, y voy a probárselo”.

Sobre la acusación de corrupción a los jóvenes, Sócrates pregunta a Melito: “Aún más, Melito, ¿tú afirmas que corrompo a los jóvenes con esta conducta? Todos sabemos sin duda que clase de corrupciones afectan a la juventud; dinos entonces si conoces a algún joven que por mi influencia se haya convertido de pío en impío, de prudente en violento, de parco en derrochador, de abstemio en borracho, de trabajador en vago, o sometido a algún otro perverso placer”

“¡Por Zeus! dijo Melito-, yo sé de personas a las que has persuadido para que te hicieran más caso a ti que a sus padres” (Jenofonte, Apología de Sócrates).

Y a la pregunta de Sócrates “¿quién es el que puede hacer mejores a los jóvenes?, Melito responde: Son Sócrates, todos los jueces aquí reunidos, los que vienen a las asambleas del pueblo y los senadores que nos escuchan.

Después de escuchar atentamente la respuesta de Melito, Sócrates se sorprende que tan solo él sea capaz de corromper a la juventud a sabiendas y que todos los demás lo enrumben por buen camino. Al respecto, Sócrates de manera serena y pausadamente lo califica a Melito de calumniador:

“En este punto, Melito, yo no te creo ni pienso que haya en el mundo quien pueda creerte. Una de dos, o yo no corrompo a los jóvenes, o si los corrompo lo hago sin saberlo y a pesar mío, y de cualquier manera que sea, eres un calumniador. Si corrompo a la juventud a pesar mío, la ley no permite citar a nadie ante el tribunal por faltas involuntarias…donde la ley quiere que se cite a los que merecen castigos, pero no a los que sólo tienen necesidad de prevenciones…” (Platón, Apología de Sócrates).

Además, no sólo “calumniador” sino también “insolente” resulta siendo Melito en opinión de Sócrates, luego de ser acusado de no reconocer ningún dios. Manifiesta que Melito tramó la acusación sólo para insultarle y “con toda la audacia de un imberbe”. Además le critica de contradecirse en la acusación, porque es como si dijera:

“Sócrates es culpable en cuanto no reconoce dioses y en cuanto los reconoce ¿Y no es esto burlarse? Así lo juzgo yo…” “Por consiguiente, puesto que yo creo en los demonios, según tu misma confesión, y que los demonios son dioses, he aquí la prueba de lo que yo decía, de que tú nos proponías enigmas para divertirte a mis expensas, diciendo que no creo en los dioses, y que, sin embargo, creo en los dioses, puesto que creo en los demonios...Esto es tan absurdo como creer que hay mulos nacidos de caballos y asnos, y que no hay caballos ni asnos…Pero no tengo necesidad de extenderme más en mi defensa, atenienses, y lo que acabo de decir basta para hacer ver que no soy culpable, y que la acusación de Melito carece de fundamento ” (Platón, Apología de Sócrates).

Continuando con su defensa el filósofo considera que deberá mantenerse firme en el puesto que le ha colocado la divinidad (Dios) y por tanto está convencido que no debe temer ni la muerte, ni lo que haya de más terrible, anteponiendo a todo el honor y que dedicaría pasar sus días en el estudio de la filosofía, estudiándose a mí mismo y estudiando a los demás, que “jamás cesará de filosofar y de hacer sus indagaciones acostumbradas, dándoos siempre consejos”. Justifica su actitud leal con el mandato divino de no temer la muerte argumentando lo siguiente: “Porque temer la muerte, atenienses, -dice Sócrates-, no es otra cosa que creerse sabio sin serlo, y creer conocer lo que no se sabe. En efecto, nadie conoce la muerte, ni sabe si es el mayor de los bienes para el hombre. Sin embargo, se la teme, como si se supiese con certeza que es el mayor de todos los males. ¡Ah! ¿No es una ignorancia vergonzante creer conocer una cosa que no se conoce?”

Y frente a la muerte, Sócrates se precia de ser “muy diferente de todos los demás hombres, y si en algo parezco más sabio que ellos, es porque no sabiendo lo que nos espera más allá de la muerte, digo y sostengo que no lo sé”.

Sócrates califica de “lo más criminal y lo más vergonzoso” a la actitud de cometer injusticias y de desobedecer al que es mejor que uno, sea éste dios o sea el hombre,

Confiesa a los atenienses que obedecerá a dios antes que a los hombres y que censura actitudes como las de aquellos que no se avergüenzan de haber pensado más en acumular riquezas, en adquirir crédito y honores, en despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para hacer sus almas tan buenas como puedan serlo. Confiesa que toda su ocupación es “trabajar para persuadiros”, “que antes que el cuidado del cuerpo y de las riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y de su perfeccionamiento” y no se cansó de decir a jóvenes, viejos, ciudadanos y extranjeros que “la virtud no viene de las riquezas, sino que las riquezas vienen de la virtud, y que es de aquí de donde nacen todos los demás bienes públicos y particulares”.

Sócrates, durante su defensa manifiesta que si deciden matarlo “el mal no será sólo para mí”:

“Estad persuadidos (atenienses) de que si me hacéis morir en el supuesto de lo que os acabo de declarar, el mal no será sólo para mí. En efecto, ni Anito, ni Melito pueden causarme mal alguno, porque el mal no puede nada contra el hombre de bien”

Manifiesta que asume su defensa no por amor a sí mismo, sino por amor a las demás personas, al pueblo ateniense, puesto que condenarle “sería ofender al dios y desconocer el presente que os ha hecho”. Les advierte que difícil será que puedan encontrar otro hombre que tiene esta misión como él; “y si queréis creerme, me salvaréis la vida”.

Replicando la acusación de que cobraba dinero por sus enseñanzas, expresa que sus acusadores no han tenido valor para probar con testigos que él haya exigido alguna vez o pedido el menor salario, y en prueba de la verdad de sus palabras presenta un testigo irrecusable, su “pobreza”. Su pobreza material es más que el testimonio suficiente que exhibe Sócrates como prueba de haberse dedicado a ayudar a los demás a ocuparse de la virtud, olvidando sus asuntos personales, y que por servir al dios estaba en la mayor pobreza, prueba que no pudo ser desmentido por sus acusadores.

En su defensa, revela, a los cuatro vientos, que durante su existencia como hombre de bien tuvo el cuidado en no cometer impiedades e injusticias; no se mezcló en los negocios de la república; combatió intereses subalternos; jamás prometió enseñarles nada; siempre dijo la verdad; no cedió ante nadie, sea quien fuere, contra la justicia ni ante los mismos tiranos; no guardó silencio sobre las cosas buenas que aprendió; despreció las riquezas, el cuidado de los negocios domésticos, los empleos y las dignidades; no entró jamás en ninguna cábala ni en ninguna conjura; no conservó la vida valiéndose de medios indignos; no tomó profesión alguna en la que pudiera trabajar al mismo tiempo en provecho suyo y de los demás; no hizo el menor daño a nadie, consciente o inconscientemente.

En su defensa, Sócrates da a conocer una serie de nombres de personas que estuvieron en relación con él, por ejemplo, Critón, Lisanias de Sfettios, Antifón, Nicostrates, Parales, Adimanto y Eantodoro y manifiesta que pudieran ser testigos de que jamás corrompió a los jóvenes y que estarían, inclusive, dispuestos a defenderle.

En todo momento, Sócrates trató de persuadir y de convencer a los jueces acerca de su inocencia, sin tener para ello que recurrir a los lamentos tradicionales o a las súplicas “porque el juez no está sentado en su silla para complacer violando la ley, sino para hacer justicia obedeciéndola…y está en la obligación de hacer justicia”.

Confiesa de manera categórica estar sumamente persuadido de la existencia de dios, más que ninguno de sus acusadores, y está dispuesto entregarse al pueblo y “al dios de Delfos”, a fin de que le juzguen como crean mejor, para satisfacción de la población y de él.

Terminada la defensa de Sócrates, los jueces, que eran 556, procedieron a la votación y resultaron 281 votos en contra y 275 a favor; y Sócrates, condenado por una mayoría de 6 votos, tomó la palabra y dijo:

“No creáis, atenienses, que me haya conmovido el fallo que acabáis de pronunciar contra mí, y esto por muchas razones: la principal, porque ya estaba preparado para recibir este golpe. Mucho más sorprendido estoy con el número de votantes en pro y en contra, y no esperaba verme condenado por tan escaso número de votos. Advierto que sólo por tres votos no he sido absuelto. Ahora veo que me he librado de las manos de Melito; y no sólo librado, sino que os consta a todos que si Anito y Licón no se hubieran levantado para acusarme, Melito hubiera pagado 6,000 dracmas por no haber obtenido la quinta parte de votos”. (Platón, Apología de Sócrates).

Y como las leyes de la época permitían al acusado condenarse a una de estas tres penas: prisión perpetua, multa y destierro, en su apología Sócrates pidió ser “alimentado en el Pritaneo, a expensas del Estado”, como una recompensa digna de él, pero insistiendo que en el extremo a lo más podría condenarse al pago de una mina de plata en armonía con su ostensible pobreza: “…En fin, no estoy acostumbrado a juzgarme acreedor a ninguna pena. Verdaderamente si fuese rico, me condenaría a una multa tal, que pudiera pagarla, porque esto no me causaría ningún perjuicio; pero no puedo, porque nada tengo, a menos que no queráis que la multa sea proporcionada a mi indigencia, y en este concepto podría extenderme hasta una mina de plata, y a esto es a lo que yo me condeno. Pero Platón, que está presente, Critón, Critóbulo y Apolodoro, quiere que me extienda hasta treinta minas, de que ellos responden. Me condeno pues a treinta minas y he aquí mis fiadores, que ciertamente son de mucho abono” (Platón, Apología de Sócrates).

Después que Sócrates se condenó a la multa referida por obedecer a la ley, los jueces deliberaron y le condenaron a muerte, y entonces, Sócrates, tomó la palabra y dijo a los jueces: “Ah, atenienses, no es lo difícil evitar la muerte; lo es mucho más evitar la deshonra, que marcha más ligera que la muerte. Esta es la razón, porque, viejo y pesado como estoy, me he dejado llevar por la más pesada de las dos, la muerte; mientras que la más ligera, el crimen, está adherido a mis acusadores, que tienen vigor y ligereza. Yo voy a sufrir la muerte, a la que me habéis condenado; pero ellos sufrirán la iniquidad y la infamia a que la verdad les condena. Con respecto a mí, me atengo a mi castigo, y ellos se atendrán al suyo” (Platón, Apología de Sócrates).

Luego intenta predecir lo que les ocurriría a los magistrados que lo sentenciaron: “Os lo anuncio, vosotros que me hacéis morir, vuestro castigo no tardará, cuando yo haya muerto, y será ¡por Zeus! Más cruel que el que me imponéis… Se levantará contra vosotros y os reprenderá un gran número de personas, que han estado contenidas por mi presencia, aunque vosotros no lo apercibáis… Lo dicho basta para los que me han condenado y los entrego a sus propios remordimientos… Es que hay trazas de que lo que me sucede es un gran bien, y nos engañamos todos sin duda, si creemos que la muerte es un mal… que no hay ningún mal para el hombre de bien, ni durante su vida, ni después de su muerte…No tengo ningún resentimiento contra mis acusadores, ni contra los que me han condenado, aún cuando no haya sido su intención hacerme un bien, sino por el contrario hacerme un mal, lo que sería un motivo para quejarme de ellos” (Platón, Apología de Sócrates).

Al final de su defensa, Sócrates pide a los jueces sólo una gracia, en los términos siguientes: “Cuando mis hijos sean mayores os suplico los hostiguéis, los atormentéis, como yo os he atormentado a vosotros, si veis que prefieren las riquezas a la virtud, y que se creen algo cuando no son nada; no dejéis de sacarlos a la vergüenza, si no se aplican a lo que deben aplicarse, y creen ser lo que no son; porque así es como yo he obrado con vosotros… Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es lo que nadie sabe, excepto Dios” (Platón, Apología de Sócrates).

La defensa de Sócrates permitió demostrar a propios y extraños, uno por uno, la inconsistencia de los cargos que se le imputaban. Al finalizar optó públicamente por aceptar la condena en estricto cumplimiento de su deber moral, en acatamiento de la ley de la ciudad de Atenas, aun cuando estaba convencido que los cargos hechos a su persona y la sentencia efectuada fueron injustos.

PLATÓN Y SUS DIÁLOGOS POR LA DEFENSA DE SÓCRATES

Platón escribió una serie de obras cortas a manera de diálogo para defender el pensamiento de su maestro, Sócrates, entre ellas: Apología, Critón y Fedón.

En la Apología describe sobre la defensa de Sócrates ante los jueces contra sus acusadores Melito, Anito y Licón y expone el contenido filosófico de la obra de su vida.

En el Critón o Del Deber relata cómo Sócrates no acepta los ruegos de su discípulo Critón cuando se acercaba el día de su muerte para que huyera del proceso, y expone las razones por las que considera como un deber para su país y sus leyes cometerse a la sentencia del tribunal aun siendo injusta. Critón se presenta para proporcionar los medios que ayuden a su maestro Sócrates a huir de la muerte segura que le avecinaba. Critón dice que si Sócrates muere sus hijos quedarían abandonados, pero que al salvarse, Sócrates realizaría una acción justa; y, por tanto, los amigos de Sócrates deberían hacer todo lo posible para salvarlo porque de no ser así se les reprocharía el haber sido ingrato con el maestro. Critón trata que Sócrates acepte los medios que se le ofrece para salvarse de la condena a muerte y que no debería tener ningún temor sobre lo que pudiera suceder después por cuanto sus discípulos se encargarían de aceptar o de llevar sobre sí todo cuanto sucediera. Finalmente, Sócrates rechaza tal proposición.
En el Fedón o Del Alma, Sócrates, el día de su muerte, expone con claridad meridiana las pruebas a favor de la persistencia del alma después de la muerte y termina recomendando una moral ascética, que la vida entera debe ser una preparación para la muerte, un esfuerzo del alma para escaparse de la cárcel del cuerpo y de todo signo de sensualidad. Esta obra recoge los últimos días de Sócrates con sus amigos y seguidores.

LA CONDENA A MUERTE

Sócrates pudo haberse librado de la condena a muerte, pero no quiso. Para librarse de la condena a muerte muy bien pudo recurrir a lo que era práctica cotidiana en su tiempo, por ejemplo: invocar la compasión de los jueces; apelar a su edad avanzada (70 años); alegar sus servicios desinteresados que había prestado a la patria; recurrir a los buenos oficios de sus amigos y discípulos más influyentes; proponer él mismo una pena en su condición de acusado y que las leyes lo permitían; aceptar el pago de una multa; optar por el destierro voluntario; escaparse de la prisión.

Sócrates fue condenado a muerte por el Tribunal de los Quinientos, en el año 399 antes de Cristo, por una diferencia de 6 votos. De 556 votos, por la absolución de la condena a muerte votaron 275 magistrados; y por la condena votaron 281.

El jurado, en una primera votación, le declara culpable por un escaso margen de votos. Como las leyes atenienses no preveían pena concreta para los delitos imputados, se le ofrece a Sócrates la posibilidad de proponer una pena. Y Sócrates muy orondo solicita al Tribunal de los Heliastas que le paguen una pensión a expensas del Estado por los servicios prestados a la comunidad ateniense, hecho que es considerado como una ofensa por los miembros del tribunal y deciden realizar una segunda y última votación. El resultado fue por mayoría de votos la condena a muerte de Sócrates.

Realizado la votación Sócrates aceptó la condena a muerte, con una absoluta serenidad y resignación. En ningún instante trató de evitarlo, no retrocedió, no abandonó el lugar, estuvo convencido que su deber y su misión en este mundo era acatar lo que el Estado, la Patria y las leyes ordenan. Permaneció treinta días en la prisión, esperando el suplicio y lo pasó conversando con sus amigos acerca de temas y problemas filosóficos sin mostrar ningún indicio de turbación o desesperación, por el contrario dio muestras de tranquilidad, hasta que retornara la procesión que Atenas enviaba a la fiesta de Delos, y la religión prohibía ejecutar a ningún condenado hasta que hubiera vuelto.

“Además-decía Sócrates-, nadie me detuvo en la ciudad, ella me permitía alejarme si no estaba conforme con sus leyes, pero no lo hice, lo que quería decir que estaba conforme con ellas. Siendo así no quedaba más remedio que acatarlas”. “Pues es indudable que todo aquel que va contra las leyes puede, con justicia, ser considerado como capaz de corromper a la juventud y a los espíritus débiles.” (Platón, Critón).

Algunos analistas políticos y de las ciencias jurídicas coinciden en manifestar que la defensa que Sócrates hizo de sí mismo, en cierta medida facilitó su condena, por el tono irónico y despectivo que empleó, que no gustó a los jueces y que más bien los irritó, a la par que pidió se le condene a vivir con honores y a ser sostenido hasta su muerte con los fondos públicos.

VERSIONES SOBRE LA CONDENA A MUERTE

Sobre el por qué de la condena a muerte de Sócrates se han tejido una serie de versiones a través del tiempo, después de discusiones acaloradas y sin haber hasta ahora llegado a una conclusión definitiva.

Se dice que la condena a muerte de Sócrates se debió, por ejemplo, a lo siguiente:
· Sócrates fue víctima de los sofistas, quienes eran sus enemigos declarados y directos;
· Sócrates expuso a muchas personas a vergüenza en forma pública al aplicar su método mayéutico, suscitando la ira de los más reaccionarios;
· Sócrates colaboró exclusivamente con los aristócratas, es decir con los que se oponían a los demócratas atenienses;
· Sócrates quería morir por estar cansado de vivir, tenía setenta años de edad cuando lo acusaron;
· Sócrates no quiso escapar cuando sus discípulos le prepararon la huida;
· Sócrates fue leal a sus principios y a las leyes de la ciudad que él mismo había defendido durante toda su vida, leyes que a juicio del filósofo daban identidad a la ciudad y eran las que sostenían la vida de los ciudadanos.
· Sócrates no aceptó ser asustado, se dice que los acusadores no quisieron que le condenaran a muerte, sino que sólo querían asustarlo.
· Sócrates fue víctima de sí mismo, quiso cambiar la ley, y era correcto morir-decía- porque no había sido capaz de cambiarla.
· Sócrates había criticado implacablemente la tiranía que Critias ejercía sobre Atenas.
· Sócrates había tenido por discípulos a los dos hombres más funestos para Atenas en aquellos días de su acusación, Alcibíades y Critias.

Sócrates fue condenado a muerte por la incomprensión e indiferencia de los conciudadanos atenienses, debido a la tendencia social casi generalizada que consideraba a Sócrates como un ciudadano no deseable, un mal ciudadano, como un sofista más. Y los sofistas que enseñaban el escepticismo y el relativismo moral, eran precisamente tenidos por los atenienses como los causantes principales de las desgracias y de la desintegración social que había sufrido la ciudad en los últimos años.

LA MUERTE DE SÓCRATES

No cabe duda alguna que los dirigentes demócratas fueron los que derrocaron a los tiranos de Atenas y los encargados de ejecutar a Sócrates en el año 399 antes de Cristo. Por entonces su discípulo Platón tenía 28 años de edad.

Sócrates murió con firmeza y lealtad a sus principios, a sus creencias, a su filosofía de la vida; murió con dignidad, sin claudicación alguna y seguro que ha actuado con fiel respeto a las leyes de la ciudad, después de vivir entregado de entero a la filosofía y a la educación del pueblo ateniense, sin percibir remuneración alguna. “se sentó al borde la cama, puso los pies en tierra, y habló en esta postura todo el resto del día” (Platón, Fedón).

Sócrates murió en acatamiento de “una orden formal para morir”, que dice le enviaba Dios y que en su condición de filósofo se prestaba gustoso a la muerte. Murió pensando encontrar en el otro mundo dioses buenos, sabios y justos. Murió confiando que hay algo reservado para los hombres después de esta vida: la de gozar bienes infinitos, y que, según la antigua máxima, los buenos serían mejor tratados que los malos.

“Los hombres ignoran - dijo Sócrates- que los verdaderos filósofos no trabajan durante su vida sino para prepararse a la muerte; y siendo esto así, sería ridículo que después de haber proseguido sin tregua este único fin, recelasen y temiesen, cuando se les presenta la muerte…Lo propio y peculiar del filósofo es trabajar más particularmente que los demás hombres, en desprender su alma del comercio del cuerpo” (Platón, Fedón ).

Al filosofar sobre la muerte, Sócrates estuvo convencido que por medio del razonamiento el alma descubre la verdad. A la separación del alma y del cuerpo lo denominó “la muerte”. No se cansó de repetir, a propios y extraños, que por medio del pensamiento (alma) y no por los sentidos del cuerpo es como se llega a conocer mejor la realidad de los objetos o la esencia pura de las cosas del mundo, sentenciando que el cuerpo nunca nos conduce a la sabiduría.

Con el brazo izquierdo en alto explicó a sus discípulos que el filósofo debe estar dispuesto a enfrentarse valientemente y con fortaleza espiritual y moral a cualquier circunstancia de la vida, entre ellas, la propia muerte.

Luego que Sócrates terminó de hablar pasó a darse un baño y llegaron sus hijos y las mujeres de su casa, habló con ellos en presencia de Critón quien le propuso la huida-, les impartió algunas órdenes y se despidió para siempre. Cerca de la puesta del sol, Sócrates se sentó, llega el servidor de los once y, de pie junto a él, le dijo estas palabras: “De ti ya he conocido este tiempo en todo lo que eres el hombre más noble, paciente y bueno de cuantos jamás vivieron aquí, y ahora sé bien que no te enojas contra mí, sino contra los culpables, que ya los conoces. Ahora, pues, como sabes, lo que vengo a comunicarte, adiós, y procura soportar sencillamente lo inevitable”

Y llorando dio la vuelta y se marchó. Sócrates mirándole, respondió: “Salud también a ti, y yo haré lo que me dices”.

Apolodoro, amigo entrañable de Sócrates, enterado de la condena a muerte dijo: “Lo que peor llevo, Sócrates, es ver que mueres injustamente” Y Sócrates, le contestó con la sonrisa en los labios e inclinando a la izquierda la cabeza: “¿Preferirías entonces, queridísimo Apolodoro, verme morir culpable?”.

Platón describe la muerte de Sócrates en su maravilloso diálogo “Fedón”, y existen muy bellas pinturas que reproducen aquella escena singular que, como la muerte de Fidias, constituye “un baldón para la gloriosa Atenas” (Manuel Serra Moret). Sócrates aparece dando muestras de extraordinaria serenidad, dictando su testamento intelectual con la copa de cicuta en la mano, dispuesto tranquilamente a regresar a las tinieblas perpetuas.

Después de su muerte, Sócrates se convirtió en un símbolo imperecedero e inigualable de honestidad intelectual, de grandeza filosófica y ética, en un “Samurai del pensamiento” (Yvon Belaval).

Diógenes de Laerthes señala que, después de la condena a muerte de Sócrates, “los atenienses se arrepintieron en tanto grado, que cerraron las palestras y gimnasios. Desterraron a algunos, y sentenciaron a muerte a Melito. Honraron a Sócrates con una estatua de bronce que hizo Lisipo, y la colocaron en el Pompeyo (edificio público donde se guardaban las estatuas de varones ilustres y las cosas para las pompas, funciones y festividades de la República ateniense). Los de Heraclea echaron de la ciudad a Anito en el mismo día en que llegó. Eurípides en su Palamedes también objeta a los atenienses la muerte de Sócrates, diciendo: Matasteis, sí, matasteis al más sabio, a la más dulce musa, que a nadie fue molesta ni dañosa. Después de la muerte de Sócrates se retiraron Platón y los demás filósofos a casa de Euclides, en Megara, como dice Hermodoro, temiendo la crueldad de los tiranos.

“Hasta Sócrates dijo al morir, señala Nietzsche en su obra El crepúsculo de los ídolos-: “Vivir es estar mucho tiempo enfermo: debo un gallo a Esculapio liberador”.

Para el filósofo alemán, Jorge Guillermo Federico Hegel (Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal), la muerte de Sócrates resulta siendo como una tragedia, un conflicto en el cual ambas partes, Sócrates y los atenienses, tienen su derecho. He aquí sus palabras: “El destino de Sócrates es, pues, el de la suprema tragedia. Su muerte puede aparecer como una suprema injusticia, puesto que había cumplido perfectamente sus deberes para con la patria y había abierto a su pueblo un mundo interior. Más, por otro lado, también el pueblo ateniense tenía perfecta razón, al sentir la profunda conciencia de que esta interioridad debilitaba la autoridad de la ley del Estado y minaba el Estado ateniense. Por justificado que estuviera Sócrates, tan justificado estaba el pueblo ateniense frente a él. Pues el principio de Sócrates es un principio revolucionario para el mundo griego. En este gran sentido condenó a muerte el pueblo ateniense a su enemigo y fue la muerte de Sócrates la suma justicia”.

A.Tovar (Vida de Sócrates), luego de expresar que Sócrates fue víctima del súbdito despertar en los atenienses del sentido de la tradición, enfatizó categóricamente: “El juicio de Sócrates fue un verdadero palo de ciego que el pueblo de Atenas descargó en un momento de atroz nerviosismo”.

José Ingenieros, en su obra “El hombre mediocre”, manifiesta que “Si el sereno ateniense hubiera adulado a sus conciudadanos, la historia helénica no estaría manchada por su condena y el sabio no hubiera bebido la cicuta; pero no sería Sócrates. Su virtud consistió en resistir los prejuicios de los demás…” “Sócrates y Cristo fueron virtuosos contra la religión de su tiempo; los dos murieron a manos de fanatismo que estaban ya divorciados de toda moral”.

La reacción democrática ateniense no olvidó el hecho que Sócrates fue maestro y amigo de los jefes del partido aristocrático, Critias y Alcibíades. Sobre el particular, M.A. Dynnik, revela en su Historia de la filosofìa (Tomo I) lo siguiente: “Sócrates dirigía un círculo filosófico formado por jóvenes aristócratas y por sus correligionarios políticos. A él pertenecía: Platón, enemigo jurado del “demos”; Alcibíades, que había traicionado a la democracia ateniense, poniéndose al lado de la aristocracia de Esparta; Critias, que había encabezado la dictadura reaccionaria de los 30 oligarcas en Atenas y, por último, Jenofonte, enemigo de la democracia y admirador de Esparta. Por sus actividades contra la democracia esclavista ateniense, Sócrates fue condenado a muerte”.

El filósofo Leopoldo Zea, al tratar de explicar sobre el por qué de la muerte de Sócrates, manifiesta en su Introducción a la Filosofìa las palabras que siguen: “Sócrates había muerto por ser la conciencia de la ciudad; la democracia, a la cual había sido tan afecto, lo había sacrificado por no poder resistir su voz inquisidora”.

Ramón Conde Obregón (Enciclopedia de la Filosofía), luego de analizar la lección magistral dirigida por Sócrates al Tribunal de los Heliastas, en defensa de las infundiosas acusaciones que recibía de Melito, Anito y Licón, escribe así: “Sócrates fue juzgado, y el juicio instigado contra él figura en los anales de la historia como una de las páginas negras escritas por la malicia y perversidad de los hombres, en las que aparece como un hombre bueno y justo que es condenado a la última pena por hombres inferiores, en todos los aspectos, al que condenaron a beber la cicuta”.
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Biografía de Ramón Lacay Polanco

El artista debe estar solo, terriblemente solo, con su desesperación. Porque el hombre nace y muere solo, y con nadie puede compartir su regocijo o su angustia”, escribió Ramón Lacay Polanco en la novela En su niebla (1950) y así moriría: terriblemente solo, con su desesperación.

Lacay Polanco en 1947
Ramón Lacay Polanco (19241985). Narrador y poeta. Escribió novelas radiales y trabajó en la televisión nacional. en que las tropas de Estados Unidos desocuparon la República, sería el único hijo  de José Augusto Lacay y Altagracia Polanco.

Estudios

Cursó su educación elemental y secundaria en Santo Domingo y se convirtió en taquígrafo lo que le sirvió para trabajar en la Cámara de Diputados. Comenzó sin graduarse la carrera de filosofía y letras en la Universidad de Santo Domingo.

Éste nunca viviría con ellos e incumpliría su responsabilidad paterna, razón por la cual Ramón Lacay Polanco no lo mencionaría y se relacionaría muy poco con sus hermanos de padre. De ellos, el más conocido sería José Miguel, progenitor del cantante José Lacay y experto nadador que ante multitudes se lanzaba al mar, frente al obelisco, y emergía a un kilómetro, en la playa de Güibia. En 1949, José Miguel se ahogó junto a Tulio pata de vaca intentando salvar a los tripulantes de la goleta Puerto Plata, zozobrada cerca del obelisco por efecto de un mar de leva. Ramón Lacay Polanco, con más impresión que dolor, siempre hablaba de este hecho.

Pese a las adversidades del medio social, Ramón (o Momón como les llamaban sus amigos íntimos) completó los cursos escolares elementales y se convirtió en experto taquígrafo y luego, de forma autodidacta, en excelente periodista. Como taquígrafo trabajó en la Cámara de Diputados, y robándole horas a su labor, devoraba libros y escribía poesías y cuentos. A través de estos demostró poseer una imaginación natural y una gran agilidad como fabulador. Estas cualidades las pondría en práctica siendo el escritor de las novelas radiales “El suceso de hoy”.

Gracias a la cultura adquirida pudo relacionarse con Manuel Arturo Peña Batlle, el más destacado pensador de la Era de Trujillo, y llegar incluso a ser su ayudante desinteresado en el trabajo intelectual y en su biblioteca. Algunos afirman, erróneamente, que Momón era secretario de Peña Batlle, siéndolo en verdad Héctor Pérez Reyes.

1958. Mercedes Polanco junto a su hijo
Lacay Polanco, con un gato entre sus brazos
A la hora del crepúsculo, Peña Batlle acostumbraba a detenerse en el Café Hollywood, de la calle El Conde, a conversar con el poeta Franklin Mieses Burgos. También lo hacía Lacay Polanco, seguido de otros jóvenes como Leo Nanita y Cocuyo Mieses, prominente líder de la resistencia antitrujillista. Estos dos últimos iban a aprender de los maestros. Momón, haciendo referencia a temas poco conocidos en la época, como el existencialismo de Jean Paul Sartre, el voluntarismo de Nietzsche, la teosofía de Kardec y Blavatsky y la narrativa de John Dos Passos, Steinbeck y Hemingway, dejaba deslumbrado a Cocuyo Mieses. Éste lo veía como un joven bastante desarrollado ideológicamente, que podría convertirse en un importante miembro de la causa libertaria. Con esa intención se le acercó un día y lo invitó a las reuniones, las cuales en principio eran literarias. Pero Lacay Polanco se dio cuenta de las reales intenciones y no sólo abandonó las reuniones sino que después publicó en la prensa una serie de artículos laudatorios acerca de Trujillo. Fue cuando Cocuyo Mieses se dio cuenta de que el hombre, al igual que el admirado Peña Batlle, era un trujillista de tomo y lomo. No obstante, Lacay Polanco entabló verdaderos lazos de amistad con antitrujillistas como los poetas Víctor Villegas y Rodolfo Coiscou Weber, entre otros de la generación del 48. Es decir, no fue un cuadro político de la dictadura.

1962. Lacay Polanco postrado
en el suelo, frente al parque Independencia,
cuando era golpeado con una cadena por un
integrante de la turba
El empezar a destacarse con los artículos laudatorios (posteriormente los publicaría en un opúsculo titulado Perfiles de Trujillo) no fue visto con buenos ojos por los integrantes del círculo de cortesanos del Dictador, motivo por el cual difundieron el falso rumor de que tenía influencia de la prosa de Bosch, en ese momento en pie de lucha en el exilio. Lacay Polanco se vio obligado a escribir a vuela pluma otro documento laudatorio sobre Trujillo titulado ¿Hacia dónde va el comunismo? En él concluyó, parafraseando a otros escritores, que era imposible implantar en América un régimen bolchevique, y tildó de libelo el Manifiesto comunista de Marx y Engels.

En el año 1949, Momón publicó su primera obra literaria seria: La mujer de agua. Al momento de su edición los escenarios rurales, siguiendo las normas de Bosch (Camino real (1933) y La mañosa (1936)), eran los preferidos de los fabuladores criollos. Pero Lacay Polanco cambió de esquema y ubicó La mujer de agua en un ambiente mítico, existente solo en la imaginación del autor. El personaje central es Mabel, mujer que simboliza un amor imposible y transparente desconocido por el narrador.

1957.Errol Flynn, reconocido actor australiano, con un cigarrillo
entre los dedos, les responde preguntas a los periodistas dominicanos. 
Detrás de él, Luis MiuraBaralt, y a la izquierda, detrás de Flynn, 
Lacay Polanco. En el centro, el traductor Elis Pérez; 
luego Francisco Comarazamy,  Rafael Lara Cintrón, 
una señora y Miguel de Moya Alonzo, entre otros.
Según el propio Lacay Polanco, la obra es una novela poemática, y el gran escritor dominicano Marcio Veloz Maggiolo, la señala como la primera novela poética dominicana, y José Rafael Lantigua: como un verdadero poema narrativo escrito con tan deleitoso donaire poético que permite al lector disfrutar de uno de los manjares novelísticos más exquisitos que conoce la literatura de la República Dominicana.

Para nosotros, sin embargo, La mujer de agua, de solo 80 páginas, no es una novela, pues carece de los elementos esenciales de ella como argumento, intriga, trama, desarrollo de la historia, etc. Es más bien la narración de un idilio escrito en prosa poética que resume el fracaso de la vida romántica de Momón. (Sus amigos de infancia le vieron por primera y única vez con una mujer después del ajusticiamiento de Trujillo).

Desde antes de la publicación de La mujer de agua, Lacay Polanco bebía aguardiente en exceso y se le empezaba a desarrollar otro defecto que le causaría múltiples dificultades: la petulancia. A él le encantaba hacer gala de su erudición, y con vehemencia, mirándolos con desprecio, humillaba a los iletrados y a los adversarios.

A los veintiseis años publicó su segunda obra narrativa, la mencionada En su niebla, sin duda su mejor texto. En él vuelve a utilizar una prosa poética. Para Marcio Veloz Maggiolo, quizás una de las personalidades que más influyó en Momón y en su apego a la literatura de corte poético y placentero fue el exiliado español Baltazar Miró, quien además lo inició en los poemas de Alberti y en los rosales de Emilio Prados.

En su niebla es una novela urbana, autobiográfica que, como Manhattan transfer, de John Dos Passos, contiene historias independientes. Lacay Polanco vuelve a reflejar su fracasada vida romántica incluyendo en las historias a su idilio, Mabel, y agregando a otro: Verna, pero aclara (p.26) que ninguna de las dos son ciertas. La novela está ambientada en su mayor parte en Ciudad Trujillo, y paradójicamente, siendo el autor un simpatizante de la dictadura, la describe como una urbe decadente, envuelta en una niebla, llena de barriadas pobres, de prostíbulos, de billares, chulos, vagabundos, brecheros, vividores y cueros de cortina. Esta descripción no le causó el más mínimo problema, lo que demuestra que el régimen concedía cierto grado de libertad creadora a los escribidores, siempre y cuando no fueran conspiradores.

Otro detalle importante de la obra es la utilización del recurso de mudas espaciales o cambio del punto de vista. Esto se manifiesta cuando el autor narra, pasando sutilmente de la primera persona a la tercera (págs.112-119), el enfrentamiento por celos entre las putas La China y Provi y la posterior entrega de Provi a Rudy, el vividor o Chulo. Como la narración es técnicamente correcta, seguro leyó a Ulises, de Joyce y a Mientras agonizo, de Faulkner, máximos exponentes del recurso en esos años. El autor también utilizó la técnica de la memoria afectiva, llevada a la perfección por Marcel Proust en la obra En busca del tiempo perdido. Momón, por medio a Ernesto Lasalle, narrador-personaje principal de la obra, en su miserable habitación cobija sus migajas de recuerdos, sus despojos de hombre proyectado en diferentes planos, y premonitoriamente observa su muerte, su pobre cuerpo lívido, callado. “Me verán acostado’’, predice, “`y pensarán que estoy borracho’’. Y cree: “como serví a mi (…) generación con buena voluntad y sincero cariño, el concejo edilicio aportará el féretro’’. Finalmente, otro recurso utilizado, muy novedoso para la época, fue la transcripción en la novela de pasajes de su libro inédito Contraluz, el cual, según él, ahora no vale nada.

En su niebla fue la novela más moderna escrita en la Era de Trujillo y no superó en calidad a Over, de Marrero Aristy ni a La mañosa, de Juan Bosch, las dos mejores, porque Lacay Polanco le quitó vida, interés, emoción, esperanza y dinamismo al contenido, llenándolo con su historia muerta, depresiva, derrotada, alcohólica, bohemia y cabaretera, historia por la cual la crítica literaria ubica la novela dentro de la corriente existencialista de Sartre.

En 1956, Pedro René Contín Aybar en un artículo publicado en El Caribe consideró a Momón como un escritor solitario, colaborador de diarios y revistas. “No fue de los privilegiados de La poesía sorprendida, publicó raramente en los liberales Cuadernos Dominicanos de Cultura. Personalmente se le reconoce inteligente, pero su agudeza crítica no le conquista mucho el aprecio’’. Y afirma: “Lacay escribe bien (…) cultiva el soneto con elegancia y modernidad. Es buen periodista’’.

Con alivio, Momón leyó estos comentarios, pues significaban la ansiada bendición del temido dueño de la crítica del mundillo intelectual de la Era.

Por otro lado, aunque adquirió más prestigio literario no fue llamado a formar parte del aparato burocrático del gobierno como su amigo Ramón Marrero Aristy, debido a su vida licenciosa y a su inexistente magnetismo político. La dictadura lo situó junto a los intelectuales colaboradores de Petán Trujillo en La Voz Dominicana, donde estrechó sus vínculos con Freddy Miller y con el poeta Héctor J. Díaz (evocaría esta amistad hasta el mismo día de su muerte) y como agente cultural fronterizo lo envió al Sur. Producto de esta experiencia publicó en 1958 su primer libro de cuentos, Punto sur. En él demostró tener un conocimiento cabal de las tradiciones, geografía y folklor de esas regiones. De los trece cuentos del texto, siete los ambientó en la ruralidad del Sur, y seis en la ciudad capital. Los del Sur son más intensos, y sus temas, más afines con las creencias populares de entonces. Los titulados El bacá y La bruja serían los más antologados. El libro no impactó con la fuerza debida porque coincidió con la publicación por parte de Virgilio Díaz Grullón, de Un día cualquiera, clásico de la ficción breve dominicana, ganadora del Premio Nacional de Literatura de ese año.

Los cuentos de Virgilio Díaz Grullón son urbanos, por lo cual Juan Bosch afirmaría, ignorando las obras de Lacay Polanco, que iniciaban la literatura urbana en la narrativa dominicana. Naturalmente, el iniciador fue Lacay Polanco, quien superó un regionalismo prácticamente en vías de extinción en Hispanoamérica. Es posible que Bosch lo haya ignorado deliberadamente porque además de que eran enemigos políticos, Momón dedicaba parte de su tiempo a desacreditarlo (dicen que un día, en los años 70, hasta lo desafió a quien primero terminara un cuento) y parodiaría al autor de La mañosa en un relato llamado El presidente indiferente.

Mientras tanto, el final de la dictadura se acercaba, sobre todo luego del triunfo de la Revolución Cubana y de su posterior apoyo, en el mes de junio de 1959, a la fallida expedición de Constanza, Maimón y Estero Hondo. Lacay Polanco, muy ajeno a estos acontecimientos históricos, dos meses después de la irrupción expedicionaria publicó su tercera obra narrativa, El hombre de piedra. En unas palabras introductorias al libro, aclaró que el texto resumía la vida dominicana antes del año 1930, “pero aquella etapa tumultuosa, llena de atropellos y angustias, ha desaparecido en esta Era de progreso que vivimos”. Así evitó que sus enemigos dentro del gobierno, los del círculo de cortesanos del Sátrapa, relacionaran al personaje principal de la novela, Julián González, con Trujillo, pues ambos eran caudillos, ladrones, criminales…y en el pasado, líderes de bandas de forajidos.

Con El hombre de piedra, Momón, que desde el inició de su carrera literaria había superado el regionalismo anacrónico criollo, incursiona en él con una clásica novela de la tierra. En ella utiliza un lenguaje llano, no poético y los mismos recursos técnicos de la víspera. En el contenido de la obra hay algunas omisiones históricas inexplicables, como por ejemplo en los pasajes correspondientes al período de la ocupación militar de Estados Unidos (se habla de la participación de los patriotas mal llamados gavilleros (p.68), Vicente Evangelista, Tolete y Ramón Natera) no aparecen en el texto los marines norteamericanos. Julián González, como todos los caudillos de las montoneras, adquirió tierra y poder e hizo nombrar jueces, síndicos y alguaciles a base de coraje y de lucha; mas, por ningún lado sobresale su partido o sus aliados políticos. Pero como no se trataba de un ensayo histórico, estas omisiones no afectaron la buena acogida que tuvo la obra en el público. Así lo demuestran las impresiones de dos de los jóvenes promesas literarias de esos años: Rubén Suro, quien consideró El hombre de piedra digno de los mejores galardones y Marcio Veloz Maggiolo: superior a La mañosa y a Over en cuanto a los niveles de técnica narrativa.
Tras la publicación de El hombre de piedra, la dictadura promovió a Lacay Polanco a la jefatura de redacción del diario La Nación.


b) Su aporte a la vida de Fernando Casado
A Felipe Lahoz

En las postrimerías de la dictadura, Lacay Polanco y el popular artista Fernando Casado fortalecieron sus lazos de amistad trabajando en Radio Caribe. Estos lazos, sin embargo, se resquebrajaron en el transcurso de los doce años de Balaguer porque Fernando Casado tuvo un tórrido romance con una enamorada de Momón. La diferencia llegó a un extremo tal que los dos hombres por poco se van a las manos en pleno Conde. Pero mientras laboraron en Radio Caribe, el respeto y la admiración mutua se mantuvo intacta.

Una noche, el intermediario usado por Trujillo como presidente de Radio Caribe, Martí Otero, invitó a Fernando Casado (o al Magistrado como le decían popularmente) a una fiesta a celebrarse en una finca cercana al restaurante El Pony, en el malecón. En el lugar, el Magistrado conoció a Lucy, mujer hermosa de larga cabellera negra que siempre sonreía al hablar. La atracción entre ambos fue intensa por lo que el romance se inició casi de inmediato. Él se acostumbró a visitarla en su apartamento del tercer piso de un edificio de la calle Santomé. Allá, entre tragos, besos y caricias, Fernando Casado, como la mayoría de los jóvenes de la época, confiado, inocente y sin malicias, hablaba hasta más no poder en contra de Trujillo y de su segura caída. El terror imperante es inaguantable, el Jefe de Estado está loco, loco, pues sólo a un loco se le ocurre atentar contra el presidente Betancourt de Venezuela, prácticamente matar a golpes en las cárceles a los integrantes del Movimiento Clandestino Catorce de Junio y profanar las iglesias.

Hace un tiempo, su colega y amigo Aníbal de Peña le pidió tanto a él como a Arístides Incháustegui Reynoso, Rafael Solano y a Nini Cáfaro, que se reunieran en la playa de Boca Chica. Ellos, aparentando bañarse cerca de La Matica, muy atentos a los de la orilla, escucharon de labios de Aníbal de Peña afirmar que era miembro de la resistencia clandestina y deseaba formar una célula con ellos. “Contamos con la colaboración de un militar”, les especificó. Esta aseveración alarmó a los otros, pues desconfiaban en extremo de los militares, y determinó que, sintiendo una fuerte presión en sus pechos y auscultando el agua por si aparecían peces espías de Trujillo, le respondieran al unísono con un no rotundo. Aníbal de Peña desistió del propósito, y pocos días después cayó prisionero y lo torturaron en la silla eléctrica de La 40. Por fortuna luego lo liberaron, y cuando ellos fueron a verlo a su casa, aún tenía heridas abiertas en la espalda torturada.

Una noche, el Magistrado dejó a Lucy más que sorprendida con un nuevo comentario: una emisora venezolana se había hecho eco de la visita a la embajada dominicana en México de Martí Otero, días antes del asesinato del español José Almoina, antiguo secretario del Jefe, y estaban tratando de relacionarlo. “Yo no creo que Otero fuera capaz de matar a nadie”, aseguró el Magistrado. “Lo que sí pudiera ser es que lo hayan utilizado como transportador del dinero a pagar por el servicio”.

El viernes de esa semana, Fernando Casado y su amante, junto a una pareja amiga, tras tomar aguardiente desde temprano en el apartamento de Lucy, decidieron seguir la farra en La Feria. Pero inesperadamente Lucy se mostró celosa porque Fernando Casado no le quitaba la vista de encima a una rubia hermosísima que, sentada en la primera planta del edificio frontal, por igual no le quitaba la vista a él. Lucy, en voz alta, lo acusó de haber estado saliendo con la muchacha. Él lo negó rotundamente. Aseguró que nunca había visto a esa mujer. “¡Mentira!”, replicó Lucy, y despotricó contra su hombre alzando más la voz.

Intentando calmarla, partieron hacia La Feria. Pero Lucy entonces se tornó insoportable con sus celos, por lo que el Magistrado se vio en la necesidad de suspender la farra y regresar con ella al apartamento. En la habitación trató de que entrara en razón, mas ella, fuera de sí, reaccionó atacándolo con un cuchillo de cocina. Él, impresionado, procuró salvarse corriendo alrededor de la cama, sintiendo sus talones casi pisados por los pies frenéticos de la mujer, quien le gritaba todas las frases insultantes que les venían a la mente. El Magistrado, sin meditarlo cruzó la cama, levantó el colchón y lo lanzó sobre Lucy. Ella cayó de espalda, y él le arrebato el cuchillo y le dio…un par de bofetadas para que aprendiera a respetar a los hombres, maldita loca de mierda, coño.-Hirviendo de coraje se marchó esperando no volver a verla nunca más.

El domingo, ya aliviado, fue a trabajar a Radio Caribe. Como tenía que cantar en el escenario, pensó subir al segundo piso a buscar los arreglos de las canciones, pero lo interceptó Santiago Lamela Geler, editorialista de la emisora, quien acababa de salir de la oficina de Johnny Abbes García, Jefe del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) y verdadero comandante de la emisora. “Fernando, ¿tú conoces a una mujer llamada Luz Mercedes?”, le preguntó con voz grave. “No, eh… ¿Por qué me lo me preguntas?” “Porque esa mujer fue al SIM e hizo que te levantaran un expediente de dos páginas”. El Magistrado pensó en seguida en Lucy, de quien no sabía que su verdadero nombre era Luz Mercedes. “Ah, esa debe ser Lucy”, acertó; “ella y yo tuvimos un problema, y por eso seguro fue al SIM a tratar de hacerme daño. Pero no creo que le hagan caso.”-Lamela Geler lo miró muy seriamente, y se marchó.

Fernando, dudoso, subió a la segunda planta, y mientras buscaba los arreglos, por su mente, cual culebra sedienta y sigilosa, pasaban cada uno de los momentos compartidos con Lucy, en especial el mar de informaciones antitrujillistas que les había suministrado. “Si esa bendita mujer se las contó al SIM, soy un hombre muerto”, se dijo disminuyendo su equilibrio emocional. “Sí, sí, fue eso lo que le contó, de lo contrario Lamela Geler no hubiese puesto una cara tan seria”.–Se le aflojaron las piernas, cambió de color y perdió parte de la memoria. “Sí, sí fue eso…” .Cuando bajó al escenario era un hombre fuera de su entorno. Cantó, y en vez de mirar al público unánime, observó a Radhamés Trujillo sentado en un pequeño anfiteatro adyacente. ¿Sería él en verdad? Entre la penumbra, la vista de Fernando percibió la violenta del hijo menor del Sátrapa, entonces al artista se le olvidaron las letras de la canción y ante la perplejidad de los músicos la tarareó hasta terminarla. Pavoroso salió del escenario, y frente a la oficina del jefe del SIM volvió a encontrarse con Lamela Geler. En esta ocasión el editorialista le dijo, pasándole dos hojas: “Ahí te mandó el coronel Abbes García”, y siguió su camino. Fernando las vio: era el expediente, el cual contenía, en efecto, de forma resumida, el mar de informaciones antitrujillistas que les había suministrado a Lucy. El mundo terminó de derrumbarse sobre la cabeza de él.

Notó en el expediente que ella, confundida, en vez de Almoina dijo que fue a Carmona a quien asesinaron en México. Quizás Johnny Abbes le perdone la vida por eso. Mas no lo creía, y menos en estos momentos en que Trujillo está asesinando gentes por causas inferiores al expediente. El Magistrado, más que aterrado, pensó en la espalda torturada de Aníbal de Peña. “A mí me pasará peor”, se dijo, “a mí me van a ahorcar en La 40”. Buscando un consuelo le mostró el documento al director de la orquesta, el cubano Agustín Mercier. “Mira lo que me han hecho,” le dijo temblándole la boca. Mercier sólo leyó las siglas SIM y salió casi huyendo. Fernando, persistiendo, ahora se lo enseñó al trompetista Armando Beltré, quien aparentó leerlo más, pero igualmente, soltando los papeles como brasas de un fogón salió casi corriendo. El Magistrado, sintiéndose desamparado, permaneció en el lugar hasta que de sus amigos únicamente quedaron por pasar Nandy Rivas y Tito Saldaña. A ellos también les mostró el expediente y les rogó que lo acompañaran porque no se atrevía a irse solo. Ellos se solidarizaron con él sin imaginar, como ocurrió, que a pocos metros de la salida se encontrarían con Johnny Abbes en persona, vestido militarmente, de pie, con los brazos cruzados sobre su pecho y sus ojos de Drácula homosexual clavados en la figura palideciente y desfallecida del Magistrado. A éste se le detuvo el corazón. “Ya me agarraron”, se dijo bajando la cabeza, y repentinamente, cuando la levantó, le entró una valentía espartana y decidió vender cara su vida: si Johnny Abbes intenta asesinarlo, se matará con él. 

A Nandy Rivas y a Tito Saldaña les ordenó que continuaran –no quería seguir exponiéndolos-, que él iba a esperar que todo el mundo saliera para irse.–Y se sentó en el sofá del lobby. Johnny Abbes, por su parte, se acomodó en un mostrador frontal, donde siguió observándolo maliciosamente. A veces asentía con la cabeza como diciendo, 

“coño, cualquiera te mata aquí mismo para que no sigas hablando mierda”. Fernando, sosteniéndole la mirada, aguardaba la embestida. A los veinte minutos, el artista se unió al último grupo saliente de la emisora, y se dirigió al apartamento de Lucy con la intención de reclamarle, cómo se atrevió a hacerle eso. Cada vez que sentía la presencia de un vehículo en la calle, creyéndolo manejado por un calié, se escondía en el zaguán más cercano. A Lucy no la encontró: se enteraría que hacía dos días se había ido de ahí. Ciertamente no volverían a verse. Al día siguiente, él aún sin poder dormir, llamó por teléfono a Martí Otero y le informó lo del expediente, en el cual figuraba su nombre. “¡Cómo!”, se asombró, “pero Lucy tiene que estar loca”. “Eso creo yo también”, replicó el Magistrado. “Pero no te preocupe mucho por eso”, le aconsejó Martí, “pues anoche conversé con Johnny y Candito y ninguno de los dos me refirió el asunto. Así que vete tranquilo para tu trabajo”. Al fin Fernando respiró un poco aliviado. No obstante, solo recobraría su paz interior en noviembre de 1961 tras los Trujillo verse obligado a abandonar el país.

¿Por qué en realidad no lo mataron? ¿Qué fue en verdad lo que pasó? Para responderse esas interrogantes, el Magistrado tuvo que esperar más de diez años: luego de participar junto a la orquesta de Rafael Solano en un evento artístico en el Hotel Lina, alcanzó a ver al poeta Lacay Polanco, como siempre bien vestido con sombrero de fieltro, saco y corbata, que venía a saludarlo. Fernando, enfadado aún con el escritor, le dio la espalda tratando de impedir el encuentro. “Yo sé que tú estás bravo conmigo”, le manifestó el poeta señalándolo, “pero yo te salvé la vida”. “Muchas gracias”, le dijo incrédulo el Magistrado. “¿Tú recuerdas la denuncia que te hizo la mujer cuando trabajábamos en Radio Caribe?” “Claro que sí”.–El poeta agregó que Johnny Abbes, con el expediente de la denuncia entre sus manos, reunió en su oficina, alrededor de una larga mesa, a los principales ejecutivos de la emisora (Lacay Polanco llegó a ser subdirector de la misma), y después de leer el contenido del documento, como en un circo romano, les ordenó que votaran con el pulgar hacia abajo los que estaban de acuerdo con que Fernando Casado recibiera su justo castigo por haber traicionado la confianza del Jefe y los que no, hacia arriba. “¡Y ahí habían dos que no eran amigos tuyos!”, enfatizó el poeta. “¿Quiénes eran?”, le preguntó ansioso el Magistrado. “Max Álvarez y Billy Berroa, pues los dos votaron con el pulgar hacia abajo, contrario a Fidencio Garris y a mí que los inclinamos hacia arriba. Los demás nos apoyaron. Por eso no te mataron…” .Fernando quedó anonadado y sumamente sorprendido, pues nunca imaginó esa reunión como el final de su drama. La diferencia entre Lacay Polanco y él quedo zanjada en ese instante y en otro, le agradeció en el alma a Fidencio Garris su solidaridad.

c)Los cadenazos de la Nouel y su desplome como novelista

Después del ajusticiamiento de Trujillo, Ramfis ordenó que nombraran a Lacay Polanco director del diario La Nación en sustitución de Jaime Lockward, quien pasaría a dirigir El Caribe. Este nuevo nombramiento del poeta es un reconocimiento inoportuno a su labor trujillista porque el trujillismo como fuerza política hegemonizante había muerto con el ajusticiamiento del Tirano y por tanto a las actuales autoridades sólo les quedaban días en el poder. Pero debido a su miopía política, Lacay Polanco en vez de ver esta realidad, alardeó de su nuevo puesto y de sus vínculos con Ramfis, con un Ramfis que había asesinado a los prisioneros de la expedición de Constanza, Maimón y Estero Hondo, y mataría a los ajusticiadores de su padre. Los alardes llamaron la atención de los líderes antitrujillistas que ya se encontraban en el país, y cuando finalmente cayó el gobierno y comenzaron a perseguir a los trujillistas, no lo hicieron contra el poeta porque lo consideraban con las manos no manchadas de sangre.

Seguido pareció normalizarse la situación política del país, Lacay Polanco volvió a visitar los cafés de El Conde y de La Zona Colonial, continuando con su vida bohemia. Ahora también se le veía con su novia Francisca Otilia Domínguez, “La China”, única mujer que amó públicamente. La China tenía ocho hijos, de los cuales José Ulises Rutinel sería el preferido del poeta por sus afinidades literarias y Tonty, el más admirado porque llegaría a convertirse en un importante dirigente político.
La tarde del 4 de abril de 1962, mientras ingería sus acostumbrados tragos en el restaurant de Meng, El Chino, frente al parque Independencia, salió del local de su partido Vanguardia Revolucionaria Dominicana, ubicado en la segunda planta del restaurant, Horacio Julio Ornes, importante líder de la fracasada expedición antitrujillista de 1949 por la bahía de Luperón, de Puerto Plata, y pasó frente a Lacay Polanco. Uno de los contertulios lo vitoreó con un, “miren ahí donde va el Comandante”.

El poeta, enfadado con la frase, le voceó señalándolo: “¡Cómo va a ser ese Comandante si ni siquiera policía de tráfico ha sido!” Julio Ornes aparentó no hacerle caso y siguió caminando cabizbajo. En El Conde contactó a Rafelito Bueno, principal cazacalié del país, y lo convenció de que Lacay Polanco era de los ex agentes del SIM, muy amigo de Ramfis, que todavía no había recibido su merecido. “Él está ahora ahí, en el restaurant de Meng, El Chino”.

Aunque ya Rafelito Bueno y su colaborador Guillén no se dedicaban a esa tarea, en menos de una hora reunieron una turba de autómatas y le montaron guardia al poeta en el parque Independencia. Lacay Polanco, hombre incapaz de hacerle daño a su prójimo, cantor del amor y la soledad, salvador de la vida de Fernando Casado, salió a las cuatro y cuarenta y cinco del restaurant. Al pisar la Nouel la turba lo atacó con furia, y Guillén, con una cadena de hierro bordeaba de pequeños candados, le dislocó el cuello al tiempo que le gritaba ¡Calié de la mierda! El poeta tirado en el suelo, impotente, humillado, con su rostro ensangrentado, reclamó que no era un calié. Así lo captaron las cámaras de la prensa local que lo mostrarían al mundo. En cuestión de minutos la turba creció de forma asombrosa, pero gracias a la rápida intervención de la policía, el poeta no fue linchado como un vulgar delincuente. Incluso, cuando la uniformada obligó a un chofer a protegerlo introduciéndolo en el carro, una enorme piedra lo impactó en la espalda. Al día siguiente, el país se enteró, indignado, de la noticia, y Emilio Ornes, sin duda sabiendo que su hermano fue el causante de la injusta golpiza, en el editorial del 6 de abril de su diario El Caribe, la repudió. Los Tribunales están ahí, tituló el escrito, y añadió que tanto el gobierno como los partidos políticos y las instituciones cívicas deben dedicar todas sus energías a combatir las agresiones personales que con tanta frecuencia se están sucediendo en la República. “Quien tenga la queja contra uno de los llamados personeros de la tiranía, tiene las puertas abiertas de los tribunales”.

La agresión, para Lacay Polanco, significó la ruina de su vida y por ende la de su futuro como novelista porque fue incapaz de sobreponerse al hecho de haber sido un personaje de la Era y luego verse maltratado como un ladrón. Se trató de una injusticia demasiado cruel, escribiría Tony Raful. No bastó el cariño de sus amigos, de sus hermanos los poetas, ni siquiera que sus perseguidores lo abrazaran después; nada pudo hacerlo cambiar ese sino trágico de la golpiza.

Aún con el ardor en el cuello de los cadenazos de Guillén, acompañado de La China, emigró a Panamá, luego a Colombia, donde se encontró con su íntimo amigo, también exiliado voluntario, Aliro Paulino. Después, huyéndole al frío colombiano se trasladaron a Venezuela, donde instalaron una pequeña pensión. Empero una compueblana del Cibao, para no pagarle la renta, los denunció ante las autoridades como indocumentados. La policía los apresó, y gracias al exiliado antitrujillista y admirador literario de Lacay Polanco, Julio César Martínez, quien a su vez fue ayudado por el gran escritor venezolano Miguel Otero Silva, el poeta y La China fueron liberados. Entonces viajaron a Nueva York. En esta ciudad, Lacay Polanco tuvo un pequeño respiro y escribió el libro de poemas titulado Una calle de sangre (recuerdo de un dominicano en Brooklyn-EUA), que contiene trece trabajos. A través de ellos, el autor contempla la calle Chester Street “llena de sangre”. En la introducción aclara que la obra fue concebida a raíz de la marcha en pro de los derechos civiles celebrada en Washington por el reverendo Martín Luther King junto a más de doscientos mil de sus partidarios.

Aliro Paulino, en 1966, ya como jefe de prensa del Palacio Nacional del nuevo gobierno presidido por Balaguer, hizo regresar de Nueva York a Lacay Polanco y a su compañera. El poeta empezó a laborar como editorialista de La Voz Dominicana. Paradójicamente la vuelta al poder de sus amigos trujillistas, gracias a la intervención militar de Estados Unidos en 1965, hundiría más en la frustración y en la miseria al poeta porque los partidarios del Jefe, empezando por Balaguer, se negarían a tenerlo cerca por alcohólico, petulante e imperativo. Lo ayudarían sí, dándole limosnas y trabajos poco remunerativo, mas un puesto a la altura de sus conocimientos y de su nivel cultural, jamás.

Los jóvenes escritores, en su mayoría marxistas, también lo rechazaban porque lo consideraban un reaccionario del clan de Ramfis, y la élite cultural, por igual, lo despreciaba pero por ser un símbolo de la parianidad de la calle El Conde. Por todos estos motivos sus triunfos no eran aclamados como sucedió en 1965, cuando ganó el primer premio del Concurso Internacional de Cuentos Hispanoamericanos auspiciado por Prensa Literaria de Puerto Rico, con La diabla del mar, inspirado en la misteriosa desaparición de su amigo Freddy Miller. (Hoy se sabe que fue asesinado por la aviación de la tiranía, junto a sus acompañantes en el bote, la novia, una tía y dos sobrinos de ella, 
porque tomando tragos, Freddy Millar despotricaba contra Trujillo hasta más no poder). En la historia, Miller es Guillermo, pescador exitoso a pesar de tener al mar de enemigo. Una mañana sobrevive milagrosamente a un mar de leva, no así sus compañeros de faena. Un día, el mar, imitando a Dios, tratando de vencer a Guillermo le presentó a Julia, la diabla del mar. (Julia simboliza la novia que desapareció junto a Miller). Guillermo se enamoró locamente de ella, y “la pasión se tendió como un puente entre sus frenéticos corazones”. Ella se lo llevó a pasear en bote, y los pescadores los vieron alejarse. Pasaron días, semanas… y las esperanzas se esfumaron. De ellos no se supo más.

Este cuento lo incluyó en su próximo libro publicado en 1966 con el título No todo está perdido. El texto, de 121 páginas, refleja en parte el realismo de su antigua vida rural.

Momón obtendría otros reconocimientos, como el de 1967, tercera mención honorífica en los Segundos Juegos Florales Antillanos de Puerto Rico por su poema Cita con un recuerdo. En ese certamen, el cubano Carlos Alberto Montaner, haciendo sus pinitos como escritor, ganó el segundo premio y de mención honorífica en cuentos. En 1971, Lacay Polanco recibió una mención de honor igualmente en poesía en el certamen literario del Círculo de Escritores y Poetas en los Juegos Florales Hispano-dominicanos de la Casa de España de República Dominicana.

En 1978 volvió a publicar una novela, El extraño caso de Camelia Torres. Este libro representa su involución narrativa, su deterioro imaginativo tras la golpiza de la Nouel. El extraño caso de Camelia Torres es una novela light, de apenas 54 páginas, narrada en primera persona. Camelia Torres es el mismo Lacay Polanco, amante de la poesía, fracasada en el amor e incapaz de sobreponerse a las adversidades. Ella termina suicidándose.

Su última obra la publicaría en 1980 con un título muy especificador del contenido de los versos: Canto a la América auténtica. Como buen discípulo de Peña Batlle, en los poemas resalta nuestras raíces hispánicas olvidando las de África, cuyos hijos, los haitianos, nos gobernaron por más de veinte años.

d) Su lento suicidio

Después que le propinaron la golpiza, Lacay Polanco se mantenía diciendo que Guillén tenía que pagársela, que Guillén tenía que pagársela, que le había echado atrás unos espíritus malos, unos espíritus vengadores que le harían pagar todo el daño que le había causado. Y cuando la policía balaguerista lo asesinó a palos dentro de la cárcel de La Victoria por sus acciones revolucionarias, entonces el poeta clamaba contento: “Ve, como lo maté”. Es posible que debido a estos poderes, que por efecto de sus conocimientos metafísicos Lacay Polanco creía poseer, cuatro años después de su muerte, Tony Raful lo viera físicamente más elegante y sobrio que jamás en la calle Padre Billini…

Por otra parte, al estar consciente de su talento como escritor y de su capacidad cultural y verse rechazado por la sociedad, la cual lo obligaba a mendigar para sobrevivir, convirtió a Lacay Polanco en un ser deprimido y amargado, que atrapado en su derrota bebía a cada momento y en cada lugar. En las tertulias de los cafés, creyéndose dueño de la verdad, no dejaba hablar a los demás, al tiempo que maldecía a todo el mundo. A causa de este comportamiento se fue quedando solo. Hasta La China tuvo que dejarlo.

Acosado por su situación, ya sin recursos, alquiló una habitación en la calle 30 de Marzo, donde decidió morirse. Como era un ser prácticamente sin familia (su madre hacía años que había muerto) no le fue difícil lograrlo. Inicialmente lo atacó la cirrosis hepática debido al excesivo consumo de alcohol y luego la artritis crónica a causa de la ausencia de ácidos gráseos en el cuerpo.

El progreso de estas enfermedades le producía menos dolor en el vientre que en los pies y las piernas, las que se les hincharon de tal forma que parecían globos y le impedían subir los contenes. Había días que al perder la elasticidad de los huesos se le paralizaba el cuerpo y los dolores se tornaban inaguantables. Entonces llamaba a la muerte, “ven, ya, date rápido, por el amor de Dios”.

El primero en darse cuenta de su lamentable situación fue Aliro Paulino, quien tratando de alertar al país escribió un artículo titulado Lacay Polanco se está muriendo a plazo, y a seguidas se presentó en la habitación y se ofreció a ayudarlo, a llevarlo a un hospital. El poeta se negó rotundamente a salir de su enclaustramiento. Aseguró: “Cuando uno se está muriendo y yo lo estoy desde hace rato, no se puede llevar a un hospital. Uno se muere entre lo que le gusta, entre periódicos viejos”.

El segundo fue el poeta Víctor Villegas que se presentó en la habitación acompañado del laureado escritor Cándido Gerón, a la sazón director de la Biblioteca Nacional. Lo que encontraron les causó asombro y lástima: en el cuarto semi oscuro las materias fecales, los libros deshojados, el polvo suspendido y los periódicos viejos atiborraban el piso, y en una esquina, de la silueta del poeta, vuelta un etcétera, sobresalían las piernas y los pies a punto de explotar a causa de la hinchazón. Lo mismo que Aliro, se ofrecieron a ayudarlo, e igualmente él no aceptó. En cambio le apretó las manos a Cándido Gerón mirándolo fijamente, y exclamó: “La muerte está ya bien cerca y mamá me está esperando. De ninguna manera puedo tardarme.-E inclinó el rostro y observó la nada hablándole a su madre, Mercedes, Mercedes, sé que estás ahí, no te desesperes que ya voy.-Y volviendo el rostro hacia Cándido añadió con voz moribunda-:“Yo no tengo a nadie en esta tierra. Qué hago yo viviendo en ella si nadie me quiere, dime: ¿qué hago yo viviendo en ella?”

Tanto Cándido como Víctor comprendieron que la angustia agónica, dramática y maldita de Lacay Polanco no tenía regreso, y así fue: el domingo 6 de julio de 1985 murió solo, producto de la cirrosis hepática.

Ese día cumplía años Marianela Fernández, esposa de Aliro Paulino, y todas las flores que le mandaron, Aliro se las llevó al velatorio de Lacay Polanco, celebrado en la calle Diecisiete. Así le rindió el único reconocimiento que recibió el día de su fallecimiento.


Sin embargo, como afirmó él en El extraño caso de Camelia Torres, “cuando se es artista verdadero el reconocimiento llega más tarde o más temprano, pero llega siempre”, y en efecto, él lo ha estado recibiendo año tras año, pues sus cuentos los incluyen en todas las antologías y en 1986, la Biblioteca Nacional editó sus sonetos con el título Rosa de soledad, prologada por su compañero de bohemia e infortunio Antonio Fernández Spencer, y el más grande narrador del siglo XX, Mario Vargas Llosa, 

afirmó que Lacay Polanco es un ágil novelista que sabe impregnar sus narraciones de un aire de misterio donde la desgana de vivir y la embriaguez permanente de una vida desolada, mantiene a los personajes continuamente inmersos en un mundo de fantasías; y en 1993, la Sociedad Dominicana de Bibliófilos publicó en un solo volumen sus novelas En su niebla y El hombre de piedra y cuatro de sus mejores cuentos: La endemoniada, Fiebre, La diabla del mar y El enemigo. En la introducción Marcio Veloz Maggiolo afirmó que Ramón Lacay Polanco ha sido uno de los más consistentes, sobrios y completos narradores de la literatura dominicana y artífice del soneto, poseedor de algunos de los más relevantes…
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