En Grecia era costumbre que los imputados, sean éstos cultos
o analfabetos, debían defenderse solos y cuando no se sentían en condiciones
óptimas tenían la posibilidad de ser auxiliados por un Logógrafo.
El jurado en tiempos de Sócrates era seleccionado al azar.
La justicia ateniense se caracterizaba porque debía ser rogada, si un hecho por
muy simple o grave que fuera no era denunciado por el perjudicado no se
juzgaba, el juez no podía actuar de oficio como lo haría actualmente. Los
juicios se celebraban en una sola sesión y no cabía apelación posible del fallo
del tribunal.
La autoridad judicial se ostentaba por delegación de la
Ecclesia (asamblea de todos los ciudadanos) que elegía anualmente a los nueve
arcontes encargados de presidir los tribunales y de dar las instrucciones sobre
los asuntos judiciales a ser tratados.
Los jueces arcontes por sorteo nombraban a los seis mil
heleutas (miembros del jurado), elección que se efectuaba entre los ciudadanos
mayores de treinta años que no estuvieran privados de sus derechos (amimia), a
fin de que no se pudiera conocer previamente a las personas que integrarían el
tribunal.
De los seis mil, sólo quinientos eran elegidos. En la sala,
desde la tribuna más elevada (bema) el magistrado arconte con su secretario,
presidía la sesión. En el estrado más bajo se colocaban a derecha e izquierda
los litigantes. Los jurados heliastas se sentaban en unos bancos cubiertos con
esterillas de junco y la zona del público estaba separada por una cuerda.
Hablaba primero el demandante y luego el demandado,
controlado por un reloj de agua (clepsidra) que tenía una capacidad máxima de
treinta y nueve litros de agua y que se llenaba durante cuarenta minutos.
Para evitar denuncias falsas, que conllevaba la absolución
del acusado, se condenaba al denunciante al pago de una multa o incluso a la
pérdida de los derechos de ciudadano (atimia).
LA ACUSACIÓN
En el año 399 antes de Cristo, por primera vez Sócrates
comparece ante un tribunal de justicia, acusado de una serie de delitos. Al
final, luego de una ejemplar autodefensa ante los tribunales, no quiso pedir
disculpas ni que le conmutaran la pena porque estaba convencido que no había
obrado mal. Y murió en cumplimiento de los dictados de su propia conciencia y
en acatamiento a la ley.
Posiblemente los atenienses no lograron entender bien a
Sócrates, ora por su gran erudición, sea por el proceso de reforma que
propugnaba. Antes bien lo consideraron como un personaje perturbador de la vida
pública y de la tradición y no dudaron en desprenderse de él por cualquier
medio posible, recurriendo a la calumnia y difamación en todo momento. Sócrates
fue víctima de un injustificable error y de una injusticia irreparable.
La población ateniense no veía con buenos ojos a Sócrates
deambular por las calles de la ciudad todos los días, más aún cuando la
juventud se acercaba hacia él en busca de consulta o de respuesta a diversos
tipos de problemas, admirado por la mayoría de la población juvenil pronto se
granjeó una serie de enemigos, con o sin razón.
“La irritación causada por Sócrates en muchos hombres de su
tiempo dice Ferrater Mora- podía ser debida a que veían en él al destructor de
ciertas creencias tradicionales. Pero se debió sobre todo a que Sócrates
intervenía en aquella zona donde los hombres más se resisten a la intervención:
en su propia vida. Por medio de sus constantes interrogaciones Sócrates hacía
surgir dondequiera lo que antes parecía no existir: un problema. De hecho, toda
su obra se dirigió al descubrimiento de problemas más bien que a la busca de
soluciones” (Diccionario de grandes filósofos, Tomo 2).
Sucede lo siguiente: Querefonte, uno de los compañeros de
infancia de Sócrates, cierta vez partió para la ciudad de Delfos y tuvo el
atrevimiento de preguntar al Oráculo de Delfos, a los dioses representados en
estatuas, si había en el mundo un hombre más sabio que Sócrates, y la respuesta
de la sacerdotisa Pitia que tenía por misión interceder entre el consultante
griego y el dios Apolo- fue tajante: Sócrates es el hombre más sabio entre los
hombres de Grecia antigua.
No contento con esta respuesta afirmativa, Sócrates sale en
busca de la verdad. Dialoga con los hombres que se creían sabios, conversa con
políticos, poetas que componen tragedias y poetas ditirámbicos, artistas,
oradores y concluye que ninguno de ellos es sabio a decir verdad, pues mientras
ellos creían saberlo todo aunque no sepan nada e ignoraban su propia
ignorancia, Sócrates, no sabiendo nada, creía no saber: “Sólo sé que no sé
nada”. Esta conclusión a la que llegó Sócrates no es recibido de buen agrado
por la mayoría de sus interlocutores, razón por la cual poco a poco va
haciéndose odioso y se va convirtiendo en un enemigo de los demás.
Dentro del templo existía una sacerdotisa denominada Pitia
(proviene del término pitonisa) y que tenía por misión interceder entre el
consultante griego y el dios Apolo.
La conclusión de Sócrates acerca del diálogo sostenido con
los poetas es la siguiente:
“Conocí desde luego que no es la sabiduría la que guía a los
poetas, sino ciertos movimientos de la naturaleza y un estado semejante al de
los profetas y adivinos; que estos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada
de lo que dicen. Los poetas me parecieron estar en este caso…” (Platón,
Apología de Sócrates).
Respecto a los artistas, Sócrates piensa que incurrían en el
mismo defecto de los poetas, que a causa de sus extravagancias perdían todo el
mérito de su habilidad.
Sócrates fue enjuiciado, acusado y sentenciado a beber la
cicuta. En los últimos días de la existencia de Sócrates todos sus enemigos se
juntaron contra él en una polis por demás corrompida, cuando nadie podía ya
salvarla: políticos, músicos, poetas, artistas, oradores, autores de tragedias,
estrategas, artesanos, etc.
Sócrates es llevado ante el Tribunal ateniense, a la edad de
setenta años, acusado por Melito (representante de los poetas), Anito
(representante de los artistas, magistrados del pueblo y políticos) y Licón
(representante de los oradores).
LOS “DELITOS” DE SÓCRATES
Los propios adversarios de Sócrates jamás le imputaron la
comisión de los delitos que se castigaban en aquél entonces con la pena de
muerte como son el saqueo de templos, el robo con escalo, la esclavitud de un
hombre libre y la traición al Estado.
Sócrates enfrentó a dos tipos de acusaciones: a) acusaciones
antiguas; b) acusaciones recientes (Melito, Anito y Licón).
A las acusaciones antiguas Sócrates las temía en mayor
medida, porque le acusaban persistentemente de mentiroso, desde hace muchos
años y sin darle la cara, y le habían creado la mala fama en toda circunstancia
y lugar, sin poder saber quiénes eran y cuántos eran; este tipo de acusaciones
provenían de personas “movidos por envidias y que jugaban sucio”.
Amalgamando las acusaciones antiguas y recientes se concluye
que Sócrates fue acusado en el 399 antes de Cristo por haber cometido,
supuestamente, una serie de delitos, como los siguientes: Acción en contra de
la religión e impiedad; actuación en contra de las leyes patrias;
adormecimiento del alma y del cuerpo de sus oponentes; conversión en buena la
peor causa; corrupción de la moral de la juventud, alejándola de los principios
de la democracia; creación constante de dudas y dificultades en la población;
decir que el sol es una piedra y la luna una tierra; dedicación a engañar a la
gente por su facilidad de palabra o habilidad en el arte de hablar e indagación
de los secretos celestiales y de escudriñar todas las subterráneas;
Asimismo, por introducir otros nuevos y falsos dioses bajo
la denominación de demonios; intervenir en asuntos que no son de su
competencia; negar la existencia de los dioses que la ciudad tiene recibidos;
quebrantar las leyes; seducir o inducir con halagos a obrar mal; inducir a
muchos para que actúen como él; ser enemigo de la ciudad; ser sofista y
dedicarse a la enseñanza de su doctrina a cambio de una remuneración y ser una
persona malvada e infame.
Por estas y otras razones fue condenado a muerte y a beber
la cicuta. No obstante que tuvo la posibilidad de aceptar el destierro como
pena alternativa, en cumplimiento de la ley, respetuoso de éste, lo rechazó y
prefirió acatar el fallo de los jueces.
Frente a la serie de delitos que se le imputaban no bajó la
cabeza en ningún momento y en ninguna circunstancia; recordó sí a Palamedes,
que murió de manera muy semejante a la de él; se mostró confiado que el pasado
y el futuro darán irrefutable testimonio de haber actuado con la verdad, el
deseo de hacer el bien a sus semejantes. Expresó que desde su nacimiento está
condenado a muerte por la naturaleza y por tanto no era necesario que sus
amigos y discípulos dejaran caer sus lágrimas en una sociedad ateniense por
demás minada material, espiritual y moralmente.
La acusación a Sócrates procede de dos vertientes: de sus
antiguos enemigos y de sus tres acusadores que llevan los nombres de Melito,
Anito (uno de los jefes del partido democrático, enemigo declarado de Sócrates
por haber convencido éste al hijo de Anito de que no siguiera la profesión de
su padre Anito, quien era un mal poeta) y Licón (un retórico).
Son expresiones de Critón las que siguen:
“…Mis bienes, que son los tuyos, son suficientes. Si alguna
dificultad opones para aceptar mi ofrecimiento, hay aquí muchos extranjeros que
ponen a tu disposición su hacienda. Y uno de ellos, Simias de Thelos, ha traído
la suma suficiente; Cebes te ofrece lo mismo, y otros muchos también. No pierdas,
pues, por ese temor la ocasión de salvarte…” (Platón, Diálogos).
Sócrates, presto en muchas oportunidades a oír los consejos
de sus mejores discípulos cuando éstos se ceñían a las leyes, usos,
tradiciones, costumbres y formas de vida de la época, escucha a Critón, en esta
oportunidad, no de muy buen agrado, y la respuesta clara y precisa del maestro
Sócrates no se dejó esperar: “Sócrates.- Luego no debemos, querido Critón,
preocuparnos por lo que diga el pueblo, sino por lo que diga el único que conoce
lo justo y lo injusto, y ese juez único es la verdad. Por donde verás que has
establecido principio falso cuando has dicho al principio que debíamos hacer
caso de la opinión del pueblo sobre lo justo, lo bueno, lo digno y sus
opuestos. Acaso se me diga: el pueblo puede hacernos morir…Sócrates. Pero lo
que nosotros, según nuestro principio, debemos considerar, es si hacemos una
cosa justa dando dinero y quedando agradecidos a los que de aquí nos saquen, o
si en esto ellos y nosotros cometemos alguna injusticia. Si la cometemos, no
hay que razonar tanto; hay que morir aquí, o sufrirlo todo antes que obrar
injustamente” (Platón, Diálogos).
Sócrates toma conciencia que al evadirse de la justicia
perjudicaría a todos los ciudadanos atenienses, al Estado y a la misma
autoridad de las leyes. Esta reflexión trata de analizarla con Critón en el
párrafo siguiente: “Sócrates.- Veamos si así lo entiendes mejor. Si llegado el
momento de nuestra fuga, o como quieras llamar a nuestra salida, las leyes de
la República presentándose a nosotros, nos dijeran: “Sócrates ¿qué vas a hacer?
Llevar tu proyecto a cabo, ¿no equivale a destruirnos completamente, en cuanto
de ti depende, a nosotros, las leyes de la República, y a todo el Estado?...
¿Les diremos acaso que la República ha sido injusta y no nos ha juzgado bien?
¿Es eso lo que les responderemos? Critón.- Sí, Sócrates; eso será lo que les
digamos.” (Platón, Diálogos).
Sócrates se imagina un diálogo entre él y las leyes, cuando,
por una parte, las leyes que aseguran la existencia de la ciudad, le han
asegurado su propia existencia, toda una vida intelectual, activa y productiva
y que, por tanto, no sería bien que falte al pacto contraído con el pueblo de
ser respetuoso de las leyes: “Sócrates.- …Si mueres, serás víctima de la
injusticia, no de las leyes, sino de los hombres; y si de aquí sales
vergonzosamente, volviendo injusticia por injusticia y mal por mal, faltarás al
pacto que con nosotros te obliga y perjudicarás a muchos que de ti no debían
esperarlo y a ti mismo, a nosotros, y a tus amigos y a su patria.”
Reflexiona, asimismo, que en cuanto pretenda franquear el
umbral de la prisión, las leyes se levantarían contra él para hacerle recordar
cuánto les debe desde el día de su nacimiento. Por tanto, termina Sócrates diciéndole
a Critón: “Dejémoslo, pues, amado Critón, y sigamos el camino por donde el Dios
nos conduce” (Platón, Diálogos).
LA DEFENSA DE SÓCRATES
Durante el tiempo de su defensa, Sócrates desenmascaró a sus
detractores y denunciantes y lo hizo en forma serena, pausada, firme, con
hechos y esgrimiendo argumentos contundentes y no con palabras rebuscadas,
menos aún con frases redondeadas ni bellos discursos.
Sócrates manifestó en la autodefensa que sus acusadores no
han dicho una sola palabra que sea verdad, nada han dicho que no sea falso, han
dado de él muy malas noticias y que han sembrado falsos rumores (Platón,
Apología de Sócrates) y que se enfrentaba a una serie de “calumnias
envejecidas” que echaron “profundas raíces”.
También refirió que no le fue permitido conocer ni nombrar a
sus acusadores, a excepción de un cierto autor de comedias y que las falsedades
difundidas sobre su persona se debían a “envidia o malicia”. Empezó su defensa
enfatizando: “Venga lo que los dioses quieran, es preciso obedecer a la ley y
defenderse”.
Sócrates se defiende manifestando en todo momento que
siempre dice la verdad y que la reputación adquirida se originó en una cierta
sabiduría que existía en él y que para el efecto ofrecía por testigo de tal
sabiduría al mismo Dios de Delfos, quien diría si la tiene y en qué consiste.
Querefón, compañero de infancia de Sócrates y que fue
desterrado junto con muchos atenienses, preguntó un día al oráculo de Delfos si
había en el mundo un hombre más libre, más justo y sabio que Sócrates, y la
Ptythia le respondió, que no había ninguno, y que Sócrates era el hombre más
libre, más justo y sabio entre todos los hombres de la Grecia antigua. Sócrates
reflexionando sobre la respuesta dijo que en él no existía “semejante
sabiduría, ni pequeña ni grande”, pues no se cansaba de difundir la expresión
“Sólo sé que nada sé”. Después de filosofar sobre si optaba por ser tal como es
y sin la habilidad y la ignorancia de esas gentes, o bien “tener la una y la
otra y ser como ellos”, se respondió a sí mismo y al oráculo: “que era mejor
para mí ser como soy”.
Luego de dudar largo tiempo por fin se dispone a comprobar
la veracidad de lo expresado por el oráculo, convencido que la divinidad no
miente. Dialoga con un ciudadano que pasaba por uno de los más sabios de la
ciudad, que todo el mundo le creía sabio, que él mismo se tenía por tal y que
era uno de los grandes políticos. Concluye que en realidad no lo era y se
esfuerza en hacerle ver que de ninguna manera era lo que él creía ser y que
había una diferencia entre el político y él: que el político “cree saberlo
aunque no sepa nada”, en cambio Sócrates “no sabiendo nada, cree no saber” y en
esto, decía, “era más sabio, porque no creía saber lo que no sabía”. Esto no le
cayó bien al político y lo tomó como a su enemigo.
Se fue a casa de otro que se le tenía por más sabio que el
anterior y se encontró con lo mismo, granjeándose nuevos enemigos. Sin desánimo
alguno, va en busca de otros, de puerta en puerta, prefiriendo a todas las
cosas la voz del dios y se encuentra con la misma sorpresa: “todos aquellos que
pasaban por ser los más sabios, -decía- me parecieron no serlo, al paso que
todos aquellos que no gozaban de esta opinión, los encontré en mucha mejor
disposición para serlo”.
Posteriormente, busca a los poetas trágicos, ditirámbicos y
otros, pensando encontrarse más ignorante que ellos. Examina a las mejores
obras de estos poetas, les pregunta lo que significan y cuál era su objeto.
Sócrates al respecto confiesa la verdad: “No hubo uno de todos los que estaban
presentes, incluso los mismos autores, que supiese hablar ni dar razón de sus
poemas… que todos dicen muy buenas cosas, sin comprender nada de lo que dicen”.
Entonces, les deja persuadidos que él era “superior a ellos, por la misma razón
que lo había sido respecto a los hombres políticos”.
Finalmente, Sócrates intercambia ideas con los artistas. Y
en verdad, decía Sócrates, estos artistas sabían cosas que él ignoraba y en
esto eran ellos más sabios que Sócrates. Pero los artistas más entendidos le
parecieron a Sócrates incurrir en el mismo defecto que los poetas,
encontrándoles a todos ellos que se creían muy capaces e instruidos en las más
grandes cosas; y esta extravagancia quitaba todo el mérito a su habilidad.
Todas estas indagaciones que realizó Sócrates sobre la
supuesta sabiduría de dichos ciudadanos (políticos, poetas y artistas) había
originado una serie de odios y de enemistades peligrosas y que produjeron todas
las calumnias que se sabía en el pueblo ateniense y que le han hecho adquirir
el nombre de sabio; porque todos los que me escuchan creen que yo sé todas las
cosas sobre las que descubro la ignorancia de los demás.
Ulteriormente, Sócrates redondea su pensamiento y afirma
categóricamente que solamente Dios es el verdadero sabio:
“Me parece, atenienses, que sólo Dios es el verdadero sabio,
y que esto ha querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la
sabiduría humana no es gran cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el
oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se ha valido de mi nombre como un
ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: “El más sabio entre vosotros es
aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada”.
Convencido de todo lo expuesto, Sócrates continúa sus
investigaciones, esta vez con extranjeros y acontece similar a lo anterior: que
ninguno es sabio.
En su defensa Sócrates contraataca, respondiendo así: “Yo,
atenienses, digo que el culpable es Melito, en cuanto, burlándose de las cosas
serias, tiene la particular complacencia de arrastrar a otros ante el tribunal,
queriendo figurar que se desvela mucho por cosas por las que jamás ha hecho ni
el más pequeño sacrificio, y voy a probárselo”.
Sobre la acusación de corrupción a los jóvenes, Sócrates
pregunta a Melito: “Aún más, Melito, ¿tú afirmas que corrompo a los jóvenes con
esta conducta? Todos sabemos sin duda que clase de corrupciones afectan a la
juventud; dinos entonces si conoces a algún joven que por mi influencia se haya
convertido de pío en impío, de prudente en violento, de parco en derrochador,
de abstemio en borracho, de trabajador en vago, o sometido a algún otro
perverso placer”
“¡Por Zeus! dijo Melito-, yo sé de personas a las que has
persuadido para que te hicieran más caso a ti que a sus padres” (Jenofonte,
Apología de Sócrates).
Y a la pregunta de Sócrates “¿quién es el que puede hacer
mejores a los jóvenes?, Melito responde: Son Sócrates, todos los jueces aquí
reunidos, los que vienen a las asambleas del pueblo y los senadores que nos
escuchan.
Después de escuchar atentamente la respuesta de Melito,
Sócrates se sorprende que tan solo él sea capaz de corromper a la juventud a
sabiendas y que todos los demás lo enrumben por buen camino. Al respecto,
Sócrates de manera serena y pausadamente lo califica a Melito de calumniador:
“En este punto, Melito, yo no te creo ni pienso que haya en
el mundo quien pueda creerte. Una de dos, o yo no corrompo a los jóvenes, o si
los corrompo lo hago sin saberlo y a pesar mío, y de cualquier manera que sea,
eres un calumniador. Si corrompo a la juventud a pesar mío, la ley no permite
citar a nadie ante el tribunal por faltas involuntarias…donde la ley quiere que
se cite a los que merecen castigos, pero no a los que sólo tienen necesidad de
prevenciones…” (Platón, Apología de Sócrates).
Además, no sólo “calumniador” sino también “insolente”
resulta siendo Melito en opinión de Sócrates, luego de ser acusado de no
reconocer ningún dios. Manifiesta que Melito tramó la acusación sólo para
insultarle y “con toda la audacia de un imberbe”. Además le critica de
contradecirse en la acusación, porque es como si dijera:
“Sócrates es culpable en cuanto no reconoce dioses y en
cuanto los reconoce ¿Y no es esto burlarse? Así lo juzgo yo…” “Por
consiguiente, puesto que yo creo en los demonios, según tu misma confesión, y
que los demonios son dioses, he aquí la prueba de lo que yo decía, de que tú
nos proponías enigmas para divertirte a mis expensas, diciendo que no creo en
los dioses, y que, sin embargo, creo en los dioses, puesto que creo en los
demonios...Esto es tan absurdo como creer que hay mulos nacidos de caballos y
asnos, y que no hay caballos ni asnos…Pero no tengo necesidad de extenderme más
en mi defensa, atenienses, y lo que acabo de decir basta para hacer ver que no
soy culpable, y que la acusación de Melito carece de fundamento ” (Platón,
Apología de Sócrates).
Continuando con su defensa el filósofo considera que deberá
mantenerse firme en el puesto que le ha colocado la divinidad (Dios) y por
tanto está convencido que no debe temer ni la muerte, ni lo que haya de más
terrible, anteponiendo a todo el honor y que dedicaría pasar sus días en el
estudio de la filosofía, estudiándose a mí mismo y estudiando a los demás, que
“jamás cesará de filosofar y de hacer sus indagaciones acostumbradas, dándoos
siempre consejos”. Justifica su actitud leal con el mandato divino de no temer
la muerte argumentando lo siguiente: “Porque temer la muerte, atenienses, -dice
Sócrates-, no es otra cosa que creerse sabio sin serlo, y creer conocer lo que
no se sabe. En efecto, nadie conoce la muerte, ni sabe si es el mayor de los
bienes para el hombre. Sin embargo, se la teme, como si se supiese con certeza
que es el mayor de todos los males. ¡Ah! ¿No es una ignorancia vergonzante
creer conocer una cosa que no se conoce?”
Y frente a la muerte, Sócrates se precia de ser “muy
diferente de todos los demás hombres, y si en algo parezco más sabio que ellos,
es porque no sabiendo lo que nos espera más allá de la muerte, digo y sostengo
que no lo sé”.
Sócrates califica de “lo más criminal y lo más vergonzoso” a
la actitud de cometer injusticias y de desobedecer al que es mejor que uno, sea
éste dios o sea el hombre,
Confiesa a los atenienses que obedecerá a dios antes que a
los hombres y que censura actitudes como las de aquellos que no se avergüenzan
de haber pensado más en acumular riquezas, en adquirir crédito y honores, en
despreciar los tesoros de la verdad y de la sabiduría, y de no trabajar para
hacer sus almas tan buenas como puedan serlo. Confiesa que toda su ocupación es
“trabajar para persuadiros”, “que antes que el cuidado del cuerpo y de las
riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y de su
perfeccionamiento” y no se cansó de decir a jóvenes, viejos, ciudadanos y
extranjeros que “la virtud no viene de las riquezas, sino que las riquezas
vienen de la virtud, y que es de aquí de donde nacen todos los demás bienes
públicos y particulares”.
Sócrates, durante su defensa manifiesta que si deciden
matarlo “el mal no será sólo para mí”:
“Estad persuadidos (atenienses) de que si me hacéis morir en
el supuesto de lo que os acabo de declarar, el mal no será sólo para mí. En
efecto, ni Anito, ni Melito pueden causarme mal alguno, porque el mal no puede
nada contra el hombre de bien”
Manifiesta que asume su defensa no por amor a sí mismo, sino
por amor a las demás personas, al pueblo ateniense, puesto que condenarle
“sería ofender al dios y desconocer el presente que os ha hecho”. Les advierte
que difícil será que puedan encontrar otro hombre que tiene esta misión como él;
“y si queréis creerme, me salvaréis la vida”.
Replicando la acusación de que cobraba dinero por sus
enseñanzas, expresa que sus acusadores no han tenido valor para probar con
testigos que él haya exigido alguna vez o pedido el menor salario, y en prueba
de la verdad de sus palabras presenta un testigo irrecusable, su “pobreza”. Su
pobreza material es más que el testimonio suficiente que exhibe Sócrates como
prueba de haberse dedicado a ayudar a los demás a ocuparse de la virtud,
olvidando sus asuntos personales, y que por servir al dios estaba en la mayor
pobreza, prueba que no pudo ser desmentido por sus acusadores.
En su defensa, revela, a los cuatro vientos, que durante su
existencia como hombre de bien tuvo el cuidado en no cometer impiedades e injusticias;
no se mezcló en los negocios de la república; combatió intereses subalternos;
jamás prometió enseñarles nada; siempre dijo la verdad; no cedió ante nadie,
sea quien fuere, contra la justicia ni ante los mismos tiranos; no guardó
silencio sobre las cosas buenas que aprendió; despreció las riquezas, el
cuidado de los negocios domésticos, los empleos y las dignidades; no entró
jamás en ninguna cábala ni en ninguna conjura; no conservó la vida valiéndose
de medios indignos; no tomó profesión alguna en la que pudiera trabajar al
mismo tiempo en provecho suyo y de los demás; no hizo el menor daño a nadie,
consciente o inconscientemente.
En su defensa, Sócrates da a conocer una serie de nombres de
personas que estuvieron en relación con él, por ejemplo, Critón, Lisanias de
Sfettios, Antifón, Nicostrates, Parales, Adimanto y Eantodoro y manifiesta que
pudieran ser testigos de que jamás corrompió a los jóvenes y que estarían,
inclusive, dispuestos a defenderle.
En todo momento, Sócrates trató de persuadir y de convencer
a los jueces acerca de su inocencia, sin tener para ello que recurrir a los
lamentos tradicionales o a las súplicas “porque el juez no está sentado en su
silla para complacer violando la ley, sino para hacer justicia obedeciéndola…y
está en la obligación de hacer justicia”.
Confiesa de manera categórica estar sumamente persuadido de
la existencia de dios, más que ninguno de sus acusadores, y está dispuesto
entregarse al pueblo y “al dios de Delfos”, a fin de que le juzguen como crean
mejor, para satisfacción de la población y de él.
Terminada la defensa de Sócrates, los jueces, que eran 556,
procedieron a la votación y resultaron 281 votos en contra y 275 a favor; y
Sócrates, condenado por una mayoría de 6 votos, tomó la palabra y dijo:
“No creáis, atenienses, que me haya conmovido el fallo que
acabáis de pronunciar contra mí, y esto por muchas razones: la principal,
porque ya estaba preparado para recibir este golpe. Mucho más sorprendido estoy
con el número de votantes en pro y en contra, y no esperaba verme condenado por
tan escaso número de votos. Advierto que sólo por tres votos no he sido
absuelto. Ahora veo que me he librado de las manos de Melito; y no sólo
librado, sino que os consta a todos que si Anito y Licón no se hubieran
levantado para acusarme, Melito hubiera pagado 6,000 dracmas por no haber
obtenido la quinta parte de votos”. (Platón, Apología de Sócrates).
Y como las leyes de la época permitían al acusado condenarse
a una de estas tres penas: prisión perpetua, multa y destierro, en su apología
Sócrates pidió ser “alimentado en el Pritaneo, a expensas del Estado”, como una
recompensa digna de él, pero insistiendo que en el extremo a lo más podría
condenarse al pago de una mina de plata en armonía con su ostensible pobreza:
“…En fin, no estoy acostumbrado a juzgarme acreedor a ninguna pena.
Verdaderamente si fuese rico, me condenaría a una multa tal, que pudiera
pagarla, porque esto no me causaría ningún perjuicio; pero no puedo, porque
nada tengo, a menos que no queráis que la multa sea proporcionada a mi
indigencia, y en este concepto podría extenderme hasta una mina de plata, y a
esto es a lo que yo me condeno. Pero Platón, que está presente, Critón,
Critóbulo y Apolodoro, quiere que me extienda hasta treinta minas, de que ellos
responden. Me condeno pues a treinta minas y he aquí mis fiadores, que
ciertamente son de mucho abono” (Platón, Apología de Sócrates).
Después que Sócrates se condenó a la multa referida por
obedecer a la ley, los jueces deliberaron y le condenaron a muerte, y entonces,
Sócrates, tomó la palabra y dijo a los jueces: “Ah, atenienses, no es lo
difícil evitar la muerte; lo es mucho más evitar la deshonra, que marcha más
ligera que la muerte. Esta es la razón, porque, viejo y pesado como estoy, me
he dejado llevar por la más pesada de las dos, la muerte; mientras que la más
ligera, el crimen, está adherido a mis acusadores, que tienen vigor y ligereza.
Yo voy a sufrir la muerte, a la que me habéis condenado; pero ellos sufrirán la
iniquidad y la infamia a que la verdad les condena. Con respecto a mí, me
atengo a mi castigo, y ellos se atendrán al suyo” (Platón, Apología de
Sócrates).
Luego intenta predecir lo que les ocurriría a los
magistrados que lo sentenciaron: “Os lo anuncio, vosotros que me hacéis morir,
vuestro castigo no tardará, cuando yo haya muerto, y será ¡por Zeus! Más cruel
que el que me imponéis… Se levantará contra vosotros y os reprenderá un gran
número de personas, que han estado contenidas por mi presencia, aunque vosotros
no lo apercibáis… Lo dicho basta para los que me han condenado y los entrego a
sus propios remordimientos… Es que hay trazas de que lo que me sucede es un
gran bien, y nos engañamos todos sin duda, si creemos que la muerte es un mal…
que no hay ningún mal para el hombre de bien, ni durante su vida, ni después de
su muerte…No tengo ningún resentimiento contra mis acusadores, ni contra los
que me han condenado, aún cuando no haya sido su intención hacerme un bien,
sino por el contrario hacerme un mal, lo que sería un motivo para quejarme de
ellos” (Platón, Apología de Sócrates).
Al final de su defensa, Sócrates pide a los jueces sólo una
gracia, en los términos siguientes: “Cuando mis hijos sean mayores os suplico
los hostiguéis, los atormentéis, como yo os he atormentado a vosotros, si veis
que prefieren las riquezas a la virtud, y que se creen algo cuando no son nada;
no dejéis de sacarlos a la vergüenza, si no se aplican a lo que deben
aplicarse, y creen ser lo que no son; porque así es como yo he obrado con
vosotros… Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir,
vosotros para vivir. ¿Entre vosotros y yo, quién lleva la mejor parte? Esto es
lo que nadie sabe, excepto Dios” (Platón, Apología de Sócrates).
La defensa de Sócrates permitió demostrar a propios y
extraños, uno por uno, la inconsistencia de los cargos que se le imputaban. Al
finalizar optó públicamente por aceptar la condena en estricto cumplimiento de
su deber moral, en acatamiento de la ley de la ciudad de Atenas, aun cuando
estaba convencido que los cargos hechos a su persona y la sentencia efectuada
fueron injustos.
PLATÓN Y SUS DIÁLOGOS POR LA DEFENSA DE SÓCRATES
Platón escribió una serie de obras cortas a manera de
diálogo para defender el pensamiento de su maestro, Sócrates, entre ellas:
Apología, Critón y Fedón.
En la Apología describe sobre la defensa de Sócrates ante
los jueces contra sus acusadores Melito, Anito y Licón y expone el contenido
filosófico de la obra de su vida.
En el Critón o Del Deber relata cómo Sócrates no acepta los
ruegos de su discípulo Critón cuando se acercaba el día de su muerte para que
huyera del proceso, y expone las razones por las que considera como un deber
para su país y sus leyes cometerse a la sentencia del tribunal aun siendo
injusta. Critón se presenta para proporcionar los medios que ayuden a su
maestro Sócrates a huir de la muerte segura que le avecinaba. Critón dice que
si Sócrates muere sus hijos quedarían abandonados, pero que al salvarse,
Sócrates realizaría una acción justa; y, por tanto, los amigos de Sócrates
deberían hacer todo lo posible para salvarlo porque de no ser así se les
reprocharía el haber sido ingrato con el maestro. Critón trata que Sócrates
acepte los medios que se le ofrece para salvarse de la condena a muerte y que
no debería tener ningún temor sobre lo que pudiera suceder después por cuanto
sus discípulos se encargarían de aceptar o de llevar sobre sí todo cuanto
sucediera. Finalmente, Sócrates rechaza tal proposición.
En el Fedón o Del Alma, Sócrates, el día de su muerte,
expone con claridad meridiana las pruebas a favor de la persistencia del alma
después de la muerte y termina recomendando una moral ascética, que la vida
entera debe ser una preparación para la muerte, un esfuerzo del alma para
escaparse de la cárcel del cuerpo y de todo signo de sensualidad. Esta obra
recoge los últimos días de Sócrates con sus amigos y seguidores.
LA CONDENA A MUERTE
Sócrates pudo haberse librado de la condena a muerte, pero
no quiso. Para librarse de la condena a muerte muy bien pudo recurrir a lo que
era práctica cotidiana en su tiempo, por ejemplo: invocar la compasión de los
jueces; apelar a su edad avanzada (70 años); alegar sus servicios
desinteresados que había prestado a la patria; recurrir a los buenos oficios de
sus amigos y discípulos más influyentes; proponer él mismo una pena en su
condición de acusado y que las leyes lo permitían; aceptar el pago de una multa;
optar por el destierro voluntario; escaparse de la prisión.
Sócrates fue condenado a muerte por el Tribunal de los
Quinientos, en el año 399 antes de Cristo, por una diferencia de 6 votos. De
556 votos, por la absolución de la condena a muerte votaron 275 magistrados; y
por la condena votaron 281.
El jurado, en una primera votación, le declara culpable por
un escaso margen de votos. Como las leyes atenienses no preveían pena concreta
para los delitos imputados, se le ofrece a Sócrates la posibilidad de proponer
una pena. Y Sócrates muy orondo solicita al Tribunal de los Heliastas que le
paguen una pensión a expensas del Estado por los servicios prestados a la
comunidad ateniense, hecho que es considerado como una ofensa por los miembros
del tribunal y deciden realizar una segunda y última votación. El resultado fue
por mayoría de votos la condena a muerte de Sócrates.
Realizado la votación Sócrates aceptó la condena a muerte,
con una absoluta serenidad y resignación. En ningún instante trató de evitarlo,
no retrocedió, no abandonó el lugar, estuvo convencido que su deber y su misión
en este mundo era acatar lo que el Estado, la Patria y las leyes ordenan.
Permaneció treinta días en la prisión, esperando el suplicio y lo pasó
conversando con sus amigos acerca de temas y problemas filosóficos sin mostrar
ningún indicio de turbación o desesperación, por el contrario dio muestras de
tranquilidad, hasta que retornara la procesión que Atenas enviaba a la fiesta
de Delos, y la religión prohibía ejecutar a ningún condenado hasta que hubiera
vuelto.
“Además-decía Sócrates-, nadie me detuvo en la ciudad, ella
me permitía alejarme si no estaba conforme con sus leyes, pero no lo hice, lo
que quería decir que estaba conforme con ellas. Siendo así no quedaba más remedio
que acatarlas”. “Pues es indudable que todo aquel que va contra las leyes
puede, con justicia, ser considerado como capaz de corromper a la juventud y a
los espíritus débiles.” (Platón, Critón).
Algunos analistas políticos y de las ciencias jurídicas
coinciden en manifestar que la defensa que Sócrates hizo de sí mismo, en cierta
medida facilitó su condena, por el tono irónico y despectivo que empleó, que no
gustó a los jueces y que más bien los irritó, a la par que pidió se le condene
a vivir con honores y a ser sostenido hasta su muerte con los fondos públicos.
VERSIONES SOBRE LA CONDENA A MUERTE
Sobre el por qué de la condena a muerte de Sócrates se han
tejido una serie de versiones a través del tiempo, después de discusiones
acaloradas y sin haber hasta ahora llegado a una conclusión definitiva.
Se dice que la condena a muerte de Sócrates se debió, por
ejemplo, a lo siguiente:
· Sócrates fue víctima de los sofistas, quienes eran sus
enemigos declarados y directos;
· Sócrates expuso a muchas personas a vergüenza en forma
pública al aplicar su método mayéutico, suscitando la ira de los más
reaccionarios;
· Sócrates colaboró exclusivamente con los aristócratas, es
decir con los que se oponían a los demócratas atenienses;
· Sócrates quería morir por estar cansado de vivir, tenía
setenta años de edad cuando lo acusaron;
· Sócrates no quiso escapar cuando sus discípulos le
prepararon la huida;
· Sócrates fue leal a sus principios y a las leyes de la
ciudad que él mismo había defendido durante toda su vida, leyes que a juicio
del filósofo daban identidad a la ciudad y eran las que sostenían la vida de
los ciudadanos.
· Sócrates no aceptó ser asustado, se dice que los
acusadores no quisieron que le condenaran a muerte, sino que sólo querían
asustarlo.
· Sócrates fue víctima de sí mismo, quiso cambiar la ley, y
era correcto morir-decía- porque no había sido capaz de cambiarla.
· Sócrates había criticado implacablemente la tiranía que
Critias ejercía sobre Atenas.
· Sócrates había tenido por discípulos a los dos hombres más
funestos para Atenas en aquellos días de su acusación, Alcibíades y Critias.
Sócrates fue condenado a muerte por la incomprensión e
indiferencia de los conciudadanos atenienses, debido a la tendencia social casi
generalizada que consideraba a Sócrates como un ciudadano no deseable, un mal
ciudadano, como un sofista más. Y los sofistas que enseñaban el escepticismo y
el relativismo moral, eran precisamente tenidos por los atenienses como los
causantes principales de las desgracias y de la desintegración social que había
sufrido la ciudad en los últimos años.
LA MUERTE DE SÓCRATES
No cabe duda alguna que los dirigentes demócratas fueron los
que derrocaron a los tiranos de Atenas y los encargados de ejecutar a Sócrates
en el año 399 antes de Cristo. Por entonces su discípulo Platón tenía 28 años
de edad.
Sócrates murió con firmeza y lealtad a sus principios, a sus
creencias, a su filosofía de la vida; murió con dignidad, sin claudicación
alguna y seguro que ha actuado con fiel respeto a las leyes de la ciudad,
después de vivir entregado de entero a la filosofía y a la educación del pueblo
ateniense, sin percibir remuneración alguna. “se sentó al borde la cama, puso
los pies en tierra, y habló en esta postura todo el resto del día” (Platón,
Fedón).
Sócrates murió en acatamiento de “una orden formal para
morir”, que dice le enviaba Dios y que en su condición de filósofo se prestaba
gustoso a la muerte. Murió pensando encontrar en el otro mundo dioses buenos,
sabios y justos. Murió confiando que hay algo reservado para los hombres
después de esta vida: la de gozar bienes infinitos, y que, según la antigua
máxima, los buenos serían mejor tratados que los malos.
“Los hombres ignoran - dijo Sócrates- que los verdaderos
filósofos no trabajan durante su vida sino para prepararse a la muerte; y
siendo esto así, sería ridículo que después de haber proseguido sin tregua este
único fin, recelasen y temiesen, cuando se les presenta la muerte…Lo propio y
peculiar del filósofo es trabajar más particularmente que los demás hombres, en
desprender su alma del comercio del cuerpo” (Platón, Fedón ).
Al filosofar sobre la muerte, Sócrates estuvo convencido que
por medio del razonamiento el alma descubre la verdad. A la separación del alma
y del cuerpo lo denominó “la muerte”. No se cansó de repetir, a propios y
extraños, que por medio del pensamiento (alma) y no por los sentidos del cuerpo
es como se llega a conocer mejor la realidad de los objetos o la esencia pura
de las cosas del mundo, sentenciando que el cuerpo nunca nos conduce a la
sabiduría.
Con el brazo izquierdo en alto explicó a sus discípulos que
el filósofo debe estar dispuesto a enfrentarse valientemente y con fortaleza
espiritual y moral a cualquier circunstancia de la vida, entre ellas, la propia
muerte.
Luego que Sócrates terminó de hablar pasó a darse un baño y
llegaron sus hijos y las mujeres de su casa, habló con ellos en presencia de
Critón quien le propuso la huida-, les impartió algunas órdenes y se despidió
para siempre. Cerca de la puesta del sol, Sócrates se sentó, llega el servidor
de los once y, de pie junto a él, le dijo estas palabras: “De ti ya he conocido
este tiempo en todo lo que eres el hombre más noble, paciente y bueno de
cuantos jamás vivieron aquí, y ahora sé bien que no te enojas contra mí, sino
contra los culpables, que ya los conoces. Ahora, pues, como sabes, lo que vengo
a comunicarte, adiós, y procura soportar sencillamente lo inevitable”
Y llorando dio la vuelta y se marchó. Sócrates mirándole,
respondió: “Salud también a ti, y yo haré lo que me dices”.
Apolodoro, amigo entrañable de Sócrates, enterado de la
condena a muerte dijo: “Lo que peor llevo, Sócrates, es ver que mueres
injustamente” Y Sócrates, le contestó con la sonrisa en los labios e inclinando
a la izquierda la cabeza: “¿Preferirías entonces, queridísimo Apolodoro, verme
morir culpable?”.
Platón describe la muerte de Sócrates en su maravilloso
diálogo “Fedón”, y existen muy bellas pinturas que reproducen aquella escena
singular que, como la muerte de Fidias, constituye “un baldón para la gloriosa
Atenas” (Manuel Serra Moret). Sócrates aparece dando muestras de extraordinaria
serenidad, dictando su testamento intelectual con la copa de cicuta en la mano,
dispuesto tranquilamente a regresar a las tinieblas perpetuas.
Después de su muerte, Sócrates se convirtió en un símbolo
imperecedero e inigualable de honestidad intelectual, de grandeza filosófica y
ética, en un “Samurai del pensamiento” (Yvon Belaval).
Diógenes de Laerthes señala que, después de la condena a
muerte de Sócrates, “los atenienses se arrepintieron en tanto grado, que
cerraron las palestras y gimnasios. Desterraron a algunos, y sentenciaron a
muerte a Melito. Honraron a Sócrates con una estatua de bronce que hizo Lisipo,
y la colocaron en el Pompeyo (edificio público donde se guardaban las estatuas
de varones ilustres y las cosas para las pompas, funciones y festividades de la
República ateniense). Los de Heraclea echaron de la ciudad a Anito en el mismo
día en que llegó. Eurípides en su Palamedes también objeta a los atenienses la
muerte de Sócrates, diciendo: Matasteis, sí, matasteis al más sabio, a la más
dulce musa, que a nadie fue molesta ni dañosa. Después de la muerte de Sócrates
se retiraron Platón y los demás filósofos a casa de Euclides, en Megara, como
dice Hermodoro, temiendo la crueldad de los tiranos.
“Hasta Sócrates dijo al morir, señala Nietzsche en su obra
El crepúsculo de los ídolos-: “Vivir es estar mucho tiempo enfermo: debo un
gallo a Esculapio liberador”.
Para el filósofo alemán, Jorge Guillermo Federico Hegel
(Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal), la muerte de Sócrates
resulta siendo como una tragedia, un conflicto en el cual ambas partes,
Sócrates y los atenienses, tienen su derecho. He aquí sus palabras: “El destino
de Sócrates es, pues, el de la suprema tragedia. Su muerte puede aparecer como
una suprema injusticia, puesto que había cumplido perfectamente sus deberes
para con la patria y había abierto a su pueblo un mundo interior. Más, por otro
lado, también el pueblo ateniense tenía perfecta razón, al sentir la profunda
conciencia de que esta interioridad debilitaba la autoridad de la ley del
Estado y minaba el Estado ateniense. Por justificado que estuviera Sócrates,
tan justificado estaba el pueblo ateniense frente a él. Pues el principio de
Sócrates es un principio revolucionario para el mundo griego. En este gran
sentido condenó a muerte el pueblo ateniense a su enemigo y fue la muerte de
Sócrates la suma justicia”.
A.Tovar (Vida de Sócrates), luego de expresar que Sócrates
fue víctima del súbdito despertar en los atenienses del sentido de la
tradición, enfatizó categóricamente: “El juicio de Sócrates fue un verdadero
palo de ciego que el pueblo de Atenas descargó en un momento de atroz
nerviosismo”.
José Ingenieros, en su obra “El hombre mediocre”, manifiesta
que “Si el sereno ateniense hubiera adulado a sus conciudadanos, la historia
helénica no estaría manchada por su condena y el sabio no hubiera bebido la
cicuta; pero no sería Sócrates. Su virtud consistió en resistir los prejuicios
de los demás…” “Sócrates y Cristo fueron virtuosos contra la religión de su
tiempo; los dos murieron a manos de fanatismo que estaban ya divorciados de
toda moral”.
La reacción democrática ateniense no olvidó el hecho que
Sócrates fue maestro y amigo de los jefes del partido aristocrático, Critias y
Alcibíades. Sobre el particular, M.A. Dynnik, revela en su Historia de la
filosofìa (Tomo I) lo siguiente: “Sócrates dirigía un círculo filosófico formado
por jóvenes aristócratas y por sus correligionarios políticos. A él pertenecía:
Platón, enemigo jurado del “demos”; Alcibíades, que había traicionado a la
democracia ateniense, poniéndose al lado de la aristocracia de Esparta;
Critias, que había encabezado la dictadura reaccionaria de los 30 oligarcas en
Atenas y, por último, Jenofonte, enemigo de la democracia y admirador de
Esparta. Por sus actividades contra la democracia esclavista ateniense,
Sócrates fue condenado a muerte”.
El filósofo Leopoldo Zea, al tratar de explicar sobre el por
qué de la muerte de Sócrates, manifiesta en su Introducción a la Filosofìa las
palabras que siguen: “Sócrates había muerto por ser la conciencia de la ciudad;
la democracia, a la cual había sido tan afecto, lo había sacrificado por no
poder resistir su voz inquisidora”.
Ramón Conde Obregón (Enciclopedia de la Filosofía), luego de
analizar la lección magistral dirigida por Sócrates al Tribunal de los
Heliastas, en defensa de las infundiosas acusaciones que recibía de Melito,
Anito y Licón, escribe así: “Sócrates fue juzgado, y el juicio instigado contra
él figura en los anales de la historia como una de las páginas negras escritas
por la malicia y perversidad de los hombres, en las que aparece como un hombre
bueno y justo que es condenado a la última pena por hombres inferiores, en
todos los aspectos, al que condenaron a beber la cicuta”.
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